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coloradasFoto: Archivo

En el sitio por donde desembarcaron, el mar es bajo y habitualmente tranquilo. Tres expedicionarios saltaron desde la nave. Juan Almeida los observaba: “Primero el agua les da por la cintura, al pecho, a la barbilla […] Nueva­men­te bajo el cuello, al pecho. Con la soga que tienen en la mano llegan al mangle y la amarran. Ahora bajan uno a uno. Los hombres más grue­sos al tirarse se entierran en el fango, los más livianos tienen que ayudarlos a salir”.

 

Los manglares forman, incluso hoy día, una enmarañada red y cubren el litoral, hasta ex­tenderse dos kilómetros tierra adentro. Los re­volucionarios tropezaban con sus raíces, caían. Se cuarteaban las botas.

 

Los árboles es­pinosos y la cortadera de dos filos rasgaban los uniformes. Las armas y mochilas se mojaron, valiosos pertrechos se hundieron.

 

Tardaron varias horas en salir de la ciénaga. El Che escribiría años después: “Quedamos en tierra firme, a la deriva, dando traspiés, constituyendo un ejército de sombras, de fantasmas, que caminaban como siguiendo el impulso de algún mecanismo psíquico”.

 

Siete días antes, el 25 de noviembre de 1956, cerca de las dos de la madrugada, habían partido del puerto mexicano de Tuxpan en el yate Granma. Proa a Cuba la travesía estuvo signada por las marejadas, la sobrecarga de la nave y el hecho de que uno de los dos motores permaneció descompuesto durante más de 48 horas.

 

En la madrugada del 2 de diciembre, el yate encalló en un lugar conocido por Los Cayuelos, a unos dos kilómetros de la playa Las Colo­radas, al noroeste de Cabo Cruz. Después de una marcha a paso lento, interrumpida por los desmayos, las fatigas y los descansos de la tro­pa, en El Mijial (3 de diciembre), la familia de Varón Vega les cocinó unas gallinas y yuca, caldo para los más débiles y les ofrecieron miel.

 

Continuó la marcha. En Agua Fina (diciembre 4) volvieron a palpar la hospitalidad campesina. De madrugada, ya día 5, alcanzaron un punto conocido por Alegría de Pío. Según el Che, “era un pequeño cayo de monte, ladeando un cañaveral por un costado y por otro abierto a unas abras, iniciándose más lejos el bosque cerrado”.

 

Muchos se quitaron las botas y pusieron sus medias al sol. Los médicos Faustino Pérez y Che comenzaron a atender las ampollas sangrantes en los pies de los expedicionarios. Más tarde, Ra­­miro Valdés repartió galletas con un pedazo de chorizo, Almeida miró su reloj: las agujas mar­caban las 4:20 p.m. Unos 20 minutos después, sonó un disparo y se generalizó el tiroteo.

 

El jefe de la tropa batistiana les intimó a la rendición. “Aquí no se rinde nadie...”, respondió Almeida y mientras disparaba, al ver que ha­cia ellos se concentraba el fuego, le dijo al Che: “Ponte algo en el cuello, que estás sangrando mucho, y vámonos”.

 

Solo tres expedicionarios no lograron romper el cerco de los guardias: Humberto Lamo­the, Oscar Rodríguez e Israel Cabrera, los primeros mártires de la expedición. El resto del contingente revolucionario se fraccionó.

 

Sin dejar de disparar, Fidel siguió impartiendo órdenes a sus compañeros. Junto con Juan Manuel Márquez y Universo Sánchez se dirigió hacia el este, por entre los surcos. Avan­za­ban a saltos, de tramo en tramo; en una de esas etapas, Juan Manuel se les perdió. Regresaron a buscarlo, pero a quien hallaron fue a Faustino Pérez. En la oscuridad de la noche, se internaron en el monte.

 

En torno a Raúl se agruparon Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras, René Rodríguez, Arman­do Rodríguez y César Gómez. Almeida logró nuclear un pequeño grupo: Che, Ramiro, Rey­naldo Benítez y Rafael Chao.

Sobre las peripecias de este último grupo, consignaría el Guerrillero Heroico en sus Pa­sa­jes de la Guerra Revolucionaria: “Cami­na­mos hasta que la noche nos impidió avanzar y resolvemos dormir todos juntos, amontonados, atacados por los mosquitos, atenazados por la sed y el hambre (...). Así fue nuestro bautismo de fuego (...) Así se inició la forja de lo que sería el Ejército Rebelde”.

 

Fuente: Periódico Granma