ramon castro campo Foto: Juvenal Balán

Hubiera querido conocerle, en persona, en otras circunstancias. Saber más del hombre que, de niña, veía en pantalla durante sus re­corridos por unidades agrícolas o cañeras. Ese de quien tanto se le adivinaba a Fidel en las expresiones, en los rasgos. Ahora la vida me había llevado a una dirección en Siboney, que descubre su presencia en cada rincón. Un amigo y compañero suyo —Dubermán Acos­ta Filgueira— me guió a su casa, ante una de sus hijos: Lina, quien con el dolor sembrado en el rostro y lágrimas por palabras, me recibió en la calle de enfrente.

 

Tratando de contenerse para hablarme, acce­dió a la petición respetuosa y sentida de al­guien que ella no conocía, y me condujo has­ta la sala donde estaba su madre, rodeada de los amigos más cercanos, familiares y gente que necesitaba expresar los primeros “hasta siempre” a un hombre que mucho hizo por su tierra.

 

La mano de Alicia —la esposa— estrechando la mía, me conectó aún más con la tristeza que trataba de acallar, allí, a la izquierda de su pecho. Habían sido 54 años de secretaria y otros tantos unidos por el amor.

Cómo hablar de Ramón Castro Ruz sin mi­rarlo desde los ojos de su familia; cómo escribir sobre “Mongo” Castro sin recurrir al testimonio de quienes le conocieron en primer plano, tal cual fue, tal cual seguirá siendo. Y me descubrí ante la deuda de no dejar borrar tantas anécdotas sin plasmarlas en un papel y ante la autopromesa de que le debía, cuando menos, un libro.

 

Alicia —sacando fuerzas de la imagen que tiene delante a unos pocos metros, y ante la que han desfilado muchos de los que quisieron a su esposo— me remite a un amor de otra época, como de telenovelas. Ella, su compañera en muchas dimensiones y secretaria en el trabajo por varias décadas, me describe al padre, al esposo, al abuelo. Al Ramón madrugador que se levantaba a las cinco de la mañana, sin necesidad. Habla de proyectos, de tantas obras con su impronta personal aunque jamás pretendió crédito alguno, y recorre en minutos una vida juntos en anécdotas de las que quisieras tener un periódico entero para contar.

 

En uno de los trayectos compartidos en ca­rro —me cuenta— Mongo frena para darle “botella” a una mujer. Y aun cuando iba muy lejos del destino que llevaban ellos, decide conducirla hasta donde se dirigía. Se lo explicaría después: Alicia, los favores se hacen completos, o no se hacen. Luego, la señora le confesaría a la esposa: él no se acuerda de mí, pero me ha dado botella como cuatro veces. Así de sencillo era.

 

Frank Alejandro Bernabeu, un buen amigo de “El Cañero Mayor”, ilustra a Granma otras aristas del Ramón hombre, más allá de la personalidad pública. Narra con sentimiento su solidaridad, “el matrimonio ejemplar” que co­sechó, su jocosidad, el carácter afable… Re­memora los días de Mongo cuando fue a prisión tras el ataque al Moncada, y fue un abastecedor importante del II Frente. Deja claro, en muchas vivencias, por qué se ganó con su sudor el convertirse en Héroe del Tra­bajo de la República de Cuba.

 

Y aquí Alicia interviene para señalarme có­mo Fidel, por tratarse de su hermano, no se sentía muy cómodo con otorgar el reconocimiento. Pero finalmente la propuesta de la CTC se hizo efectiva —era justísima— y se quiso conocer la opinión de otros tantos grandes. Entonces Blas Roca, sin reparar, alzó automáticamente sus dos manos, en señal de aprobación rotunda y, con las suyas, llovieron las manos de beneplácito.

 

Entre las memorias que ella más atesora de él, está el asumir los problemas de quienes se le acercaban, a cualquier hora, y esa vocación tan suya de pensar en la mejor manera de ayudarlos. Ante mi intento periodístico de que­rer retratarlo, de querer ser fiel a su personalidad, ella me interrumpe: “mira la cara aquella, mira esa cara de bueno”, y apunta a la imagen al fondo de la pared del frente, detrás de la bandera que cubre la urna con sus cenizas dentro.

 

Otro amigo, con más de 30 años a su lado compartiendo horizontes lejanos, siguiendo sus pasos y su ejemplo, responde con otra in-terrogante a la mía: ¿qué más puedo decir de Ramón? Imagínate. Era excepcional. Una persona increíble.

 

Minutos antes Dubermán, en su casa en Santa Fe, me había confirmado esa cualidad de calar hondo que tenía el segundo de los hijos de Don Ángel Castro y Lina Ruz, y el mayor de sus tres varones en común, por la sensibilidad innata ante problemas ajenos que sentía suyos. Que hacía suyos. Y saca a la luz de la remembranza, la naturaleza pedagógica de quien considerara su maestro, en muchos sentidos. “Ramón para mí siempre fue un profesor (…). Es —dice consciente de que a él no se le dan bien las alusiones en pretérito— un libro abierto. Gente de pueblo”. Y entre un apretón involuntario de labios y otro, a causa de la emoción, recorre algunos de los principales títulos que dejó (para leer entre líneas y aplicar) a la agroindustria del azúcar y a la agricultura, como caudal de “su sabiduría natural”.

 

El humanismo a flor de piel resulta un calificativo recurrente en las historias que revela Dubermán, los aventones que ofrecía en sus frecuentes viajes por toda nuestra geografía, y esa consagración al trabajo, “viviendo en un tráiler con su esposa y su hija pequeña” en los tiempos de Valle de Picadura (plan que Ramón dirigía y del que él fuera subdirector), cada uno de los domingos entregados —sin saltarse ninguno por espacio de tres años consecutivos— a los trabajos voluntarios.

 

Le parece verlo entonces en un buldócer Komatsu y a alguien llevándole el almuerzo; el que, sin bajarse de ese equipo, consume con cierta prisa para seguir laborando. “Verlo tra­-bajar de esa forma impactaba mucho, movía gente”, me confiesa. Más aún —prosigue con la vista clavada en un punto distante— porque él no tenía necesidad de hacerlo, pero lo hacía de corazón, lo sentía. Y, de cuajo, destapa la grandeza del jefe y del amigo en un comentario: es que él no se escudaba en sus apellidos ni en su historia; él se ganaba, por sí mismo, los méritos. In­ta­chable, concluye.

 

Fidel Ruz, fundador del Valle de Picadura, me resume, en una anécdota, su nobleza y va­lor humano, con la elocuencia espontánea que le nace a un hombre de campo. Tendría él en­tonces unos veinte y tantos años —que ahora se le pierden en la cuenta, a sus 82—. Re­cuerda que Mongo administraba por la fe­cha la finca de sus padres y bastaba con que al­gún trabajador o vecino —sobre todo de escasos recursos— se enfermara para que lo montara en un carro y lo trasladara al hospital más cercano sellando,  con una frase, el momento: “el viejo paga, sálvelo”.

“Vestido con su tradicional guayabera blanca, su sombrero de paño y un tabaco sin prender entre los dedos”, se le aparece en la memoria el mayor de una tríada de hermanos, a Alcides López Labrada —director ge­neral del Centro de Capacitación del Minag, en aquel entonces delegado de la Agricultura en la provincia de La Habana—.

 

“A primera vista, y de lejos, su personalidad impresionaba, sobre todo por el enorme parecido entre Fidel y él, pero cuando uno se le acercaba, inmediatamente descubría un ca­rácter afable, su sencillez y generosidad. Era un sabio natural. Poseía una gran experticia, adquirida no precisamente desde la academia, sino ganada a golpe de trabajo en su vínculo directo con la naturaleza, la tierra, las plantas y los animales, primero en la finca de su padre en su natal Birán y luego en las tareas de la Revolución que el propio Fidel le encomendó. La primera y más difícil de todas, intervenir las tierras de la familia. Pero sin duda, su obra cumbre fue la construcción y conducción del Plan Especial de Valle de Picadura”, afirma Alcides.

 

“En cada lugar visitado —continúa— no podía faltar el roce con ‘la gente de abajo’. En­seguida surgía la jarana oportuna y la risa contagiosa. A las mujeres les exigía tres besos: el de Fidel en la frente, y el de Raúl y el suyo en cada mejilla barbuda. A los hombres los retaba a pulsear. Realmente tenía mucha fuerza en el brazo. Comentaba de un ‘mejunje’ que su esposa Alicia le preparaba en las mañanas, elaborado con varios vegetales batidos. ‘Sabe a rayo, pero me mantiene fuerte y saludable’, solía decir”.

 

No obstante, Alicia me dice que a su esposo le gustaba el “mejunje” que ella con ternura le preparaba, consistente en un coctel de vegetales muy nutritivo a partir de perejil, apio, zanahoria, pepino y espinaca bien batidos. “Pruébalo tú también”, me invita.

 

“En cierta ocasión, Lázaro Toledo, un viejo revolucionario de la zona, en aquel entonces delegado municipal de la Agricultura en San Antonio de Los Baños, quien también se creía un gladiador romano, le aceptó el duelo. De nada valieron mis señas solicitándole que de­sistiera, hasta que haciendo uso de mi au­toridad, le tuve que indicar que aflojara porque, de lo contrario, uno de los dos hubiese salido dañado. Después de declarar públicamente a Mongo como vencedor, ambos se estrecharon en un conmovedor abrazo”, re­cuerda Alcides.

 

Entonces, volviendo a la gran similitud en­tre Mongo y Fidel, surge una anécdota en la que se detienen todos los entrevistados: no soy yo quien se parece a Fidel, es él quien se parece a mí, porque yo soy el mayor.

 

Y casi al final de una crónica, más que una simple entrevista, Alcides hace una pausa, co­mo quien mira un retrato: “sus nervios y músculos destilaban ganas de hacer y comprometían a emprendedores. Testigo de lo anterior fueron la empresa Genética del Este y las pecuarias, Ariguanabo, Oeste y el Can­gre. En esta última, una mañana de domingo lo llevamos a que viera un Komatsu arrastrando un ‘Vanguardia’ —implemento soñado, inventado y construido por él para el desbroce del marabú sin afectación del suelo—.

 

“Fue tanta su alegría que, a pesar de su avanzada edad, le pidió el puesto al operador, se encaramó al equipo y estuvo más de una hora derribando maleza y cantando canciones mexicanas. Cuando intenté pedirle que se bajara para continuar el recorrido y evitar que se golpeara, me dijo: ‘sube tú para que vivas esta experiencia’. Así era este quijote de los campos cubanos”.

 

Sin darme tiempo a dilucidar en su magnitud esa frase última, que se postulaba a título de estas líneas, me suelta de tajo una conmovedora observación: “era un hombre feliz, porque él también puso su granito de arena en la construcción de esta gran obra colectiva”.

 

Julia Muriel Escobar —directora de Cua­dros del Minag—, en su oficina y poco antes de un viaje impostergable de trabajo, me asegura: lo de Mongo Castro “era un amor profundo por la Agricultura. La bondad, la ternura que desbordaba en el mirar y en su hablar, el cariño en el saludo… y al mismo tiempo, la fuerza de sus manos. Un ser humano ex­cepcionalmente cariñoso y tierno, con una familia en la que siempre se respiraba amor y un ambiente de cordialidad. Así vivió hasta el último día. La Agricultura no tiene con qué pagarle a Mongo todo lo que por ella hizo”.

 

Y yo, a este retrato hecho de memorias, construido a varias voces y esbozado desde el co­razón, solo me permito una acotación: ¡qué la Agricultura!, Cuba, el suelo que pisamos, no tenemos con qué pagarle al hombre que alimentó desde su humildad, el orgullo sano que sentía por sus hermanos, y que ellos —más que en palabras, en actos— también sintieron por él. A fin de cuentas, Mongo supo muy bien cultivar su propia grandeza.

 

Fuente: Periódico Granma

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