Esta es la historia de una familia cubano-yemenita a quien la guerra les cambió su destino de un día para otro. Hoy viven en Guantánamo, un pedazo amado de la Mayor de las Antillas del Caribe que Sahylis nunca olvidó
Nagi y Salem fueron desplazados por la guerra. Una guerra cuya causa ahora no comprenden y que posiblemente nunca entiendan, porque los arrancó de su casa y los llevó al otro lado del mundo, sin su padre, sin sus tíos, sin sus amigos de toda la vida, sin el balón de fútbol, los patines, sus bicicletas… Un conflicto que ha convulsionado al país que los vio nacer y colocó sus vidas en el punto cero.
Todo comenzó al sur de Yemen, país del Medio Oriente donde desde el 26 de marzo último una coalición internacional liderada por Arabia Saudita arremete contra las milicias hutis chiitas y mantienen a la nación árabe en un conflicto que ya ha costado miles de fallecidos y heridos entre la población civil.
Con los primeros bombardeos, Sahylis Padilla, una cubana de 43 años que a los 26, después de graduarse en Farmacia y cumplir su servicio social, se fue a vivir con su esposo árabe a la aldea yemenita de Berr Naser, de cuya unión nacieron Nagi y Salem, decidió hablarle claro a sus hijos, porque se trataba de una cuestión de vida o muerte.
No quiero, les dijo, que un día me juzguen mal por haber tomado una decisión sin contar con sus opiniones: Ya tú tienes 12 años Nagi, y tú 14, Salem, entonces escúchenme bien: Donde vivimos está el acueducto de la zona y una unidad militar de los hutis, que es a quienes están atacando, pero los proyectiles no distinguen. ¿Nos quedamos aquí hasta que nos mate una bomba o huimos para Cuba?
Hacemos lo que tú decidas, obtuvo por respuesta.
A la montaña
Las bombas detonaban en las cercanías de Beer Naser la víspera del 30 de marzo. Los recursos hogareños se agotaban y el hospital donde trabajaba Sahylis había cerrado sin pagarle su último salario. El galón de combustible, que hasta hacía cuatro días costaba 15 dólares, andaba por los 100, la harina para el pan de 15 subió a 60 y el gas licuado de siete escaló a los 25 dólares, cuando aparecía.
Es madrugada y comienza a sentir miedo por la vida de sus niños. En dos jabas de nylon coloca los pomos de agua, las galletas y otros alimentos y en pequeñas mochilas carga algunas ropas y otras pertenencias: -nos vamos para la montaña tres o cuatro días a ver qué pasa, decide.
La familia paterna de Nagi y Salem le aconsejan no arriesgarse, pero ella, decidida a no esperar la muerte tranquilamente, y por la constante preocupación del consulado cubano por la seguridad de los tres, decide partir dejando atrás la casa donde crecieron sus niños, el hogar amado y todo lo acumulado con su salario de responsable de un área de pacientes ingresados en el hospital estatal docente de Al Ghumuria, en la provincia de Adén.
Casi al amanecer salen a una carretera desolada donde la espera se alarga, hasta que un pequeño ómnibus los transporta, durante cuatro horas, hasta las cercanías de las montañas de Iafa, adonde llegan el propio día y permanecen durante casi un mes.
El rápido regreso a casa y el peligroso camino a Saná
En la montaña, donde no se registraban ataques y por eso es el camino de algunos desplazados por la guerra en Yemen, Sahylis mantuvo múltiples contactos con la embajada cubana en ese país y especialmente con el cónsul y su esposa.
Conoció de las gestiones que se hacían para que junto al traslado del personal diplomático cubano y de cinco médicos colaboradores de la Salud, pudieran viajar a otro país ella, sus niños y otra familia cubano-yemenita.
No era tan fácil, ellos estaba en el sur y la salida era desde la capital, en el norte, con la guerra complicando cada vez más al país y tenía la necesidad de volver a su casa, a recoger algunas pertenencias. Lo hizo, con sus hijos al lado.
Dejaron las montañas el 20 de abril. Pasaron más de 12 posiciones y puntos de control de los hutis, y se mantuvieron milagrosamente ilesos durante seis horas de viaje.
Desde la carretera por donde transitaban fueron testigos de bombardeos. Los cohetes caían, sacudían, proliferaban los tiroteos.
No estarían mucho tiempo en la casa de toda la vida. Al amanecer del 21, no le hicieron el regalo a Salem por su cumpleaños 14, como siempre que llegaba esa fecha. Un abrazo, y de nuevo otra travesía, esta vez hacia la capital del país, al norte de la nación bombardeada. Igual, con pocas pertenencias y dejando sus hijos, ahora para siempre, hasta las arraigadas costumbres heredada de su familia paterna.
Fue un trecho difícil, sin transporte directo a Saná, haciendo escalas en ciudades completamente desconocidas, salvando distancias a través del largo cause de un río seco. Viviendo sobresaltos, como el de un puente volado por un cohete tras haberlo sobrepasado.
La peor noche
Llegaron de noche a la capital y con la confirmación de la embajada cubana de que podían hospedarse en un hotel no tan lejano del aeropuerto. Pero la guerra lo trastoca todo y tuvieron que agenciarse uno pequeño, más distante.
No dijo nada a sus hijos, pero moría de miedo. Estaban en el hotel donde poco antes de comenzar la guerra se hallaron, en una nevera, varios cadáveres humanos. Se decía que era el preámbulo de los horrores que vendrían con la conflagración. Allí pasaron la noche, la de más miedo de todas.
Al amanecer, sin esperar el desayuno, salieron rumbo al aeropuerto, desde donde finalmente partieron con Rusia como destino. Tres días después iniciaban el regreso definitivo.
A sus anchas
La historia de Nagi, Salem y Sahylis, no la encontré en un libro de testimonios de la guerra, ni en Internet, la contaron ellos ahora que está fresca aun en sus memorias. La guerra los desplazó desde el Medio Oriente a la provincia más oriental de la Isla, con la que tantas veces soñaron y recordaron con amor.
Llegaron a las tres de la madrugada del día 28 de abril, sin previo aviso, a la vieja casona de madera de Carretera entre Santa Rita y San Gregorio, donde transcurrió casi toda su vida, al lado de la escuela primaria en la cual cursó estudios y de nuevo junto a la tía que tanto la consintió.
Sahylis abre la puerta y recibe con agrado la visita de los periodistas: “Estaba limpiando la casa”, dice mientras se disculpa por andar descalza, con ropas cortas y la cabellera suelta.
Nagi está en el patio interior de la casa, con un trozo de tubo, unos cuantos clavos y dos niños a quienes ya considera sus amiguitos del barrio, componen una carriola que perdió una rueda en las andanzas callejeras. Salem llega con una jabita llena de pan y la libreta de abastecimiento en el bolsillo.
Se ven contentos. Se suman al diálogo con caras risueñas. Ella habla por los tres, porque los niños solo han aprendido a decir “más o menos” para responderlo todo.
Salieron del peligro de la guerra, Sahylis, ¿ahora estás tranquila?