la higueretaLa Higuereta hoy, en el municipio de Niceto Pérez, electrificada desde principios de 2016. Foto: Lorenzo Crespo Silveira

Era un 31 de diciembre como otro cualquiera para muchos, pero para mí representaba el primero lejos de las comodidades citadinas, pues por acuerdo de la familia urbana me tuve que marchar a festejar con la rural, allá donde “se dieron las cuatro voces y nadie las escuchó”.

Faltaba todavía poca más de dos horas para la irrupción de la noche cuando el olor a puerco asado invadió todo el caserío de La Higuereta, integrado por apenas una decena de casas colocadas a dos filas y atravesadas por un camino que sube desde el río y se pierde en las faldas de la montaña.

Las festividades allí –hace diez años-, en medio de un vallecito rodeado de lomas en el municipio de Niceto Pérez, se armaban bien temprano para que cuando a las 6 pm la miniplanta eléctrica iniciara sus pocas horas de servicio, ya todo estuviera listo para encender el único equipo de audio de los alrededores y que los vecinos, casi todos miembros de una misma familia o criados como tal, pudieran darle movimiento al cuerpo al ritmo de la música desde los portales o levantando polvo desde el medio del mismísimo camino.

A diferencia de las áreas urbanas, donde el jolgorio de fin de año se celebra en casa rodeado de los seres más queridos, en el campo es algo fuera de lo común y la noche se vuelve una carrera de intercambios, de compartir en grupo, del recuento de historias de los personajes  y mitos de la comarca, del ron tomado a “pico” pasado por decenas de manos y bocas, del dominó subido de tono, del estreno de “la ropita” nueva a la moda de la ciudad pero fuera de contexto muchas veces entre aquellos montes empolvados al extremo; es la noche de baile grupal al ritmo o no de los acordes musicales y del coro desafinado sin la mínima presencia de miedo escénico.

Así, con la llegada del fluido eléctrico, antesala del velo nocturno, los lechones fueron quedando listos para acompañar la cena de cada casa y la gente se fue aclimatando no en los comedores, como se pensaría en la urbe, sino entre las salas y los portales, mostrando los pellejos y masitas de puerco –en algunos casos más modestos, pollo criollo en salsa-, congríes, yucas, plátanos, tomates, lechugas y otros aderezos, sin secretos ni misterios para el ojo curioso.

Después, seguiría el entrar y salir de platos de una casa a la otra en una gran orgía de comidas: Del hogar de Luisa mandan para el de Sobeida y Odalis, del de Sobeida a Odalis y Ulpita, y así sigue un círculo múltiple y apetitoso que pone a duras pruebas hasta a los estómagos mejor entrenados.

Luego, los vecinos van saliendo buscando un espacio no muy lejos del equipo de audio, que con estruendo saca a los cuatro vientos un concierto-mejunje de Los Ilegales, Cándido Fabré, la Original de Manzanillo, Las Chicas del Can, Elvis Crespo, los Van Van y otros grupos por el estilo, que solo disfrutan del todo aquellos que saben “mover los pies” con merengues y salsas y los que ya tienen el alcohol “subido para la cabeza” –estos últimos los que más se divierten y hacen divertir con sus escenas y ocurrencias los demás.

Al rato, según los jóvenes se van incorporando llegan algunos casetes más modernos, y con ellos, los reggaetones del momento hacen acto de presencia y ponen a sacudir a los presentes sin distinción de edad, raza y sexo –en eso el reggaetón es rey.

Mientras unos “mueven el esqueleto” otro conversan con entusiasmo, el dominó es dejado atrás por una disputa sin sentido, y los niños, más alegres que nunca, retozan aprovechando el desvelo autorizado, al tiempo que desde las cercanías llegan algunos “intrusos” a caballo que eran recibidos con comida y ron extendidos –acorde a las leyes de la hospitalidad festiva.

Aprovechando el entretenimiento algunas parejitas de enamorados adolescentes se evaporan en la oscuridad circundante y varios padres corren detrás de su prole para hacerla reaparecer de inmediato y evitar “lamentos” posteriores –sobre todo los que se extienden por nueve meses.

Así el convite fue creciendo: Ya los portales resultaban espacios físicos muy lejanos y el camino simulaba pista de baile mientras la polvareda inundaba los pulmones y la “ropita” nueva se iba cubriendo de un color cenizo.

¡Ya son las doce! ¡Llegamos coño, llegamos!- gritó alguien mirando con cara de asombro su enorme reloj mecánico y entonces los abrazos, besos, cargadas y felicitaciones se hicieron protagonistas, al tanto que de varias viviendas salían cubos de agua y hasta arroz, que unido al polvo imperante armaron un fanguito “duro de matar” para las suelas de los zapatos.

Tras ese instante, la música siguió vibrando un rato más hasta que la miniplanta eléctrica “murió” dejando más reluciente que nunca el “techo de estrellas” del paisaje y a la gente medio brava por no poder seguir la fiesta, al tanto que con pasos lentos iban retornando a sus casas para descansar el ajetreo y ver qué le deparaba el sol del primer día del año, el primado del próximo período de trabajo fuerte frente al surco.

Yo, aunque todo el tiempo sentado desde un rincón huyendo del bullicio y medio enfadado y nostálgico por la lejanía urbana, contemplaba con detenimiento aquella alegría desbordada y forma de celebrar, inusual para mí, al tiempo que anotaba como una de las escenas más memorables de mi vida a aquella fiesta monte adentro.

Comentarios   

0 #1 Mulato de Ley 05-01-2017 23:53
Las fiestas en el campos son simplemente únicas, mucha comida, no falta la bebida y la gente se porta mejor que en la ciudad.
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