caimanera ujcNo poder disfrutar a plenitud de su mar es una de las limitaciones que la ocupación ilegal impone a los caimanerenses. Foto: Yisell Rodríguez Milán

El mar en Caimanera es diferente. No es azul intenso, inquieto y abrazador, sino un poco de agua salada, oscura e inamovible.

 

Eso lo saben y lo sufren los caimanerenses. Sobre todo los más jóvenes, cuando sus padres les recuerdan que no siempre fue así; sino solo después de La Pasarela, una muralla de metal atravesada en la bahía, a la que muchos atribuyen la realidad de que en ese poblado costero la pesca ya no sea una actividad económica esencial, ni se pueda nadar larga y tranquilamente en su playita, porque está presente la certeza de que con el tiempo se ha reducido casi a nada y, además, se encuentra cerquita la zona prohibida.

 

Zona prohibida que también existe por tierra y que, en ambos casos, responden al hecho de vivir en el poblado más próximo al territorio cubano ilegalmente ocupado por una base naval estadounidense. Una frontera que para los caimanerenses es mucho más profunda, tan penetrante que los ha obligado a vivir de una manera diferente a la del resto de quienes habitan la isla mayor del Caribe.

 

Niñez y juventud «especiales»

 

Yeiser Cuza Sosa tiene hoy 30 años de edad y es dirigente de la Unión de Jóvenes Comunistas en Caimanera. Él es uno de los muchachos que creció en esas circunstancias especiales. Nació en el barrio El Cañito, la zona poblada del municipio más pegada al enclave yanqui.

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Cuando habla del mar, al joven le brota ese infinito sentimiento de quien sabe que le han arrebatado algo de su pertenencia.

 

«La de aquí es una playita de arenas negras que ya no es playa, sino un poco de agua salobre que no se mueve casi nada. Teníamos una mejor, le decían La Bombita, y allí íbamos muchos caimanerenses, pero cerca construyeron una garita de vigilancia de las tropas guardafronteras, y ahora es una zona de acceso limitado. Dicen que de la otra parte, allá en la base, hay playas lindas y de arenas blancas».

 

El mar, me dice, le trae algunos recuerdos no precisamente lejanos. «Hace unos pocos años estaba en una fiesta con un amigo de la infancia. Una fiesta de esas que uno inventa como pretexto para ver una cara femenina nueva. El caso es que mi amigo se pasó de tragos y no hubo quien lo parara, quería ir a tirarse al mar a refrescar. Era de noche, casi medianoche, y se lanzó al agua. Pasó un mal rato. Eso no se puede hacer aquí en cualquier área del mar, aunque lo tengas al pie de tu casa», rememora.

 

«Pero ese pedazo de mar del lado de acá, y el otro que también es nuestro igual me traen recuerdos de mi niñez. Me tocó vivir, como a muchos de mi generación, una infancia sobresaltada, vivir noches intranquilas por el sonido de las sirenas de las lanchas que custodian la frontera para impedir salidas ilegales, que en aquel tiempo se incentivaban desde el territorio ocupado.

 

«A quienes lograban llegar allá por mar o por tierra no los regresaban, y a mucha gente de aquí y de otras partes del país le cegaba la ilusión de que llegando a Caimanera estarían a un paso del territorio estadounidense, ilegal, ilegítimo, pero en definitiva ocupado por los americanos».

 

No solo el litoral fue para Yeiser causa de sus miedos infantiles. «Cada vez que allá (en la base) hacían maniobras, los aviones se oían y veían volar. Se escuchaban explosiones. Generalmente lo hacían de día y por las noches yo no dormía tranquilo; me causaba mucho miedo», narra.

 

«Con el tiempo me di cuenta de que vivir cerca de ese territorio ocupado es como lidiar con un extraño, con alguien que no deseas tener dentro de tu casa, pero que ocupa un cuarto de tu morada; no sabes qué hace ahí dentro y encima puede sembrarte miedo cuando eres un niño.

 

«Con el tiempo hasta los más pequeños se han adaptado a vivir sabiendo que, cerca, un país con el que no son precisamente normales las relaciones ocupa un pedazo de nuestro territorio. Igual hay cosas que te preguntan y no les puedes dar una respuesta exacta.

 

«Hace poco mi hijo, que tiene siete años, me preguntó: “Papi, ¿cuándo podemos ir a ver la entrada de la bahía, porque en la escuela me dijeron que es bella?”. Y le dije: “No sé, pipo, no sé”.

 

«Y creces, te haces un joven, tienes más conciencia y conocimiento de por qué suceden las cosas, aunque sigues una vida que no es exactamente como pudiera ser si no tuvieras algo no deseado dentro de tu propia casa», agrega.

 

Amor con fronteras

 

«Cuando me formaba como maestro en una escuela en el campo, tuve un fuerte impacto en mi vida sentimental. En ese tiempo me enamoré de una compañera de estudios, un amor de esos que te atrapa y sobresalta, que te hace feliz y te da ganas de conquistar el mundo si es preciso para estar a su lado.

 

«Ella vivía en la ciudad de Guantánamo y como la escuela quedaba más cerca de Caimanera, los fines de semana hubiéramos podido visitar mi casa, a mis padres y al resto de la familia. Mis viejos tenían que autorizar a que se le hiciera el proceso investigativo que eso lleva y esperar entonces a ver si lo aprobaban.

 

«Fue duro, porque demoraba ese trámite, y creo que ella pensaba que sucedía otra cosa, que no queríamos, que no la aceptaban mis padres, que no confiábamos en ella. Cuando ya vino a solucionarse todo, la relación se había enfriado. Éramos muy jóvenes, casi adolescentes. Vivíamos tiempos difíciles, de mucha beligerancia entre Cuba y Estados Unidos y se extremaban las medidas de seguridad y de control para evitar incidentes que pudieran ser entendidos como una provocación, como sucedía muchas veces», recuerda.

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«Para entrar a Caimanera, si no naciste aquí, tienes que tener un pase, y eso no se logra solo con el deseo. Incluso aunque hayas nacido aquí también lo tienes que tener, y si te mudas a otra parte lo pierdes. Hace unos años me volví a enamorar de otra muchacha que vivía fuera de Caimanera y me fui a vivir un tiempo por allá, e igual tuve que hacer los trámites como si jamás en mi vida hubiese vivido aquí.

 

«Es, entonces, como si por ser de Caimanera hubiera que ponerle también al amor una frontera. Aquí hay gente que dice, y yo lo creo, que hasta que no devuelvan ese territorio es mejor enamorarse aquí, y buscar la que te haga feliz para siempre. Eso no es fácil en una etapa de la vida en la que te enamoras hasta de la sombra de una muchacha.

 

«Esos controles con el tiempo se han ido flexibilizando, pero es una restricción que se mantendrá tanto tiempo como dure la ocupación ilegal.

 

«Por eso la exigencia de Cuba para que cese esa ocupación no responde solo a que devuelvan un pedazo de tierra de 117,6 kilómetros cuadrados que no les pertenece», afirma.

 

El Cañito, donde nació y empinó su estatura Yeiser, ya no es el barrio al servicio de los marines. Él y los de su generación pisaron esa tierra cuando ya la Revolución tenía sembrada sus más caras conquistas, cuando ya en ese marino poblado la salud pública se afianzaba con una mortalidad entre las más bajas del país año tras año y el sistema educacional ya estaba entre los más sólidos de la provincia.

 

Los jóvenes de hoy saben, aunque no lo vivieron, que en El Cañito y en casi todo el territorio costero, los marines armaban su «relajo», en uno de los tantos clubes de los que eran prácticamente dueños, o sencillamente en cualquier calle.

 

Comprenden que ningún control es demasiado para asegurar la tranquilidad del pueblo cubano, pero la existencia de una frontera hace que la gente de allí, y especialmente los jóvenes, experimenten esa sensación de sentirse diferentes, extraños en su propia tierra.

Fuente: Periódico Juventud Rebelde

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