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Aunque anhelaba ser laboratorista, si Inalvis Guilbeaux Rodríguez volviera a nacer, sería otra vez maestra, así lo asegura, pues el magisterio en zonas rurales fue lo más extraordinario que pudo sucederle y la expresión se convierte en constante para ella

educar mejor experiencia- Inalvis Guilbeaux RodrígueInalvis Guilbeaux, educadora desde Sabanilla.

No pudo estudiar en la Universidad de La Habana, por la difícil situación que atravesaba su familia. Huérfana de madre tuvo que ayudar al padre a criar a sus cuatro hermanos.

“Era bien joven cuando un médico, amigo de la familia, me enseñó algunas técnicas de laboratorio para que cooperara como su asistente -de ahí mi vocación por la especialidad-, pero cuando le comenté a mi padre me prohibió presentarme a los exámenes, por tanto, tuve que ponerme a trabajar como auxiliar de maestras, en la escuela privada La Activa, donde ganaba 60 pesos”, relata pausadamente esta señora de 78 años cómo llegó al magisterio.

“Fue lo único que encontré para mantenerme, en un principio lo hice por necesidad, pero con el tiempo me encariñé con ese mundo de las aulas, los niños y hasta con los regaños.

“Llegó 1959 y la situación del país se puso tensa, muchos emigraron y entre ellos profesores, las aulas quedaron desprovistas, la educación en Baracoa era deprimente, algunas auxiliares tuvimos que asumir el papel de maestras”, recuenta y añade, que impartió clases en el centro escolar Matachín, de la Ciudad Primada.

Inalvis alternaba: por las mañanas laboraba en el Matachín y por las tardes en La Activa, hasta 1960, cuando el Ministerio de Educación lanzó una convocatoria para aquellos docentes y graduados de bachiller -que no tenían aula fija- fueran a San Lorenzo, en la Sierra Maestra, a recibir el curso de adaptación al medio rural, con el fin de prepararse para trabajar en la zona oriental.

“Ahí me capacité desde octubre hasta diciembre. Al concluir la preparatoria nos repartieron por diferentes zonas, yo primeramente fui ubicada en Boma, pero faltaban plazas en Sabanilla -relativamente cerca de mi casa- y con buena suerte me trasladaron para allá,” resume de sus inicios como maestra rural.

La etapa más bella

Inalvis aún recuerda cuando viajó a Sabanilla con su padre a ver las condiciones del lugar en el que trabajaría. Para su sorpresa no existía ningún local, “cuando pregunté por el aula solo me señalaron: allí; o sea, que solo teníamos el terreno. Hablamos con los campesinos para construirla lo más rápido posible, porque los niños de la zona no podían atrasarse más”, recuenta orgullosa de lo que sería una ardua pero hermosa vivencia.

“Mientras levantaban el salón, ocupamos un caserón viejo donde secaban cacao, y en gavetas de madera y bancos hechos de palmas sentaba a los niños, a quienes les enseñaba el abecedario en un pedazo de cartón pintado de negro: nuestra pequeña pizarra. En tiempo de calor dábamos clases al aire libre junto a una mata de Caimito”, describe cómo suplieron las carencias con iniciativas.

Fueron alrededor de 40 niños a quienes Inalvis educó y formó en la zona. “Muchos de ellos pasaban los 15 y 16 años sin tener nivel escolar, matriculaban en primer grado”, comenta esta señora de suave voz, ojos y pelo negro.

Más que una maestra, muchos de los pobladores la consideraban su amparo, “Hice un censo para saber realmente la cantidad de pequeños que existían, y en el recorrido pude comprobar que las condiciones de vida de algunos eran precarias. Me llamaba la atención que la mayoría de los niños eran delgados pero barrigónes.

“Entonces me tomé la facultad de ver en la ciudad de Baracoa a un amigo, jefe en aquel momento de Salubridad, para que examinara a mis muchachos y aceptó. Le mandó tratamiento, pero fue duro ver cuando el medicamento empezó hacer efecto”, comenta.

Las embarazadas del lugar -cuenta- también las llevó a chequear, pues ninguna había visto antes a un médico. “Interrumpí muchas clases para asistir partos, algo tan natural, pero allí era impresionante: con mejunjes naturales calmaban a la mujer, y luego con una mocha mojada de luz brillante cortaban el cordón umbilical ¡y quedaban bien!”, comparte algunas de sus impresionantes experiencias más allá del magisterio.

En Sabanilla, lugar por donde dejó su huella y recibió múltiples muestras de agradecimiento estuvo hasta mediados de los 60, pues la asignan como asesora técnica de la enseñanza primaria en el territorio, y debe regresar a la ciudad.

“En ese período también atendí secundaria básica, y tuve que aprenderme otra vez la historia de Cuba -para impartirla correctamente-, la que conocía era irreal, pues en mi tiempo me dijeron que los estadounidenses eran los buenos que vinieron a salvarnos”, resume la incorrecta doctrina, con sencillas y pocas palabras.

Todas las enseñanzas son importantes en la formación del estudiante, “pero prefiero el primer grado, porque es cuando siembras la semilla… enseñas las letras, los números; es gratificante cuando al final de curso escuchas leer un párrafo o ves escribirlo”, explica orgullosa, de ver el resultado de su trabajo.

Después del trabajo

A los 57 años, Inalvis dejó de trabajar en las aulas, pero aún continúa ligada al magisterio, son muchos los jóvenes que van hasta su hogar a repasar para los exámenes o en busca de bibliografías.

“Es imposible desprenderse del conocimiento y el estudio, por eso, una vez jubilada colaboré con la redacción de la historia local, en el período del 52 al 59, además de reunir información sobre platos típicos de Baracoa, con lo cual logré publicar el libro: Sabor de Baracoa. Su cocina tradicional”, comenta, quien también realizó trabajos sobre el impacto del Período Especial en la alimentación…

A pesar de los años -testifica- los recuerdos tocan a la puerta de su casa, “de repente me dicen: ¿maestra se acuerda de mí?, rápido apelo a la memoria y con mucho trabajo recuerdo, era el más pequeñito de mis estudiantes convertido en hombre, me cargó, besó y presentó a su nieto”, relata emocionada del rencuentro con uno de sus alumnos de Sabanilla.

Esta y otras historias -asegura Inalvis- la mantienen viva, “recordar es volver a vivir”, ahora la mayor parte del tiempo la dedica al cuidado de su esposo -de 90 años- también retirado del magisterio, y padre de sus tres hijos, de los cuales uno decidió seguir los pasos de sus progenitores.

“En mi familia desde mi abuelo hasta mi padre, una hermana y cinco tías eran educadores, yo, decidí que rompería con esa tradición, pero al final terminé enamorada de ella”, comenta satisfecha.

Ser maestra rural fue lo más extraordinario que pudo sucederle y la expresión se convierte en constante para ella, quien en la despedida me asegura: “siempre recordaré esa etapa con especial cariño, integramos la semilla del ejército de maestros que hoy tenemos, y supimos, entonces, imponernos a las dificultades.

educar mejor experiencia“Este libro, ilustrado por artistas plásticos de Baracoa, rescata viejas recetas de cocina”, precisa.