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Categoría: Opinión

Las leyes no cambian la vida. Ojalá y todo  fuera tan simple como chasquear los dedos y que, al otro día, reverdezcan las empresas comatosas y amanezcan rosas azules. Una ley, en el mejor de los casos, sólo es un marco para lo bueno.

De modo que la nueva legislación, publicada en la Gaceta Oficial en su edición extraordinaria número 21 de este año, según la cual las empresas tendrán menos limitaciones para sus operaciones, con margen para establecer pagos estimulantes a sus trabajadores, objetos sociales más flexibles, la oportunidad de pactar precios mayoristas para las producciones excedentes luego de cumplir los encargos estatales, sólo será un medio para una mejor o peor economía.

La diferencia, en este caso, la hará el hombre. Los que trabajan, pero sobre todo, los que dirigen, que tampoco serán superiores per se. En todo caso, los buenos tendrán la oportunidad de ser mejores, y los malos, el camino libre para ser peores.

Empresarios buenos los hay hasta ahora. La prensa, que generalmente se cuida de engrandecer demasiado a un directivo, por lo menos en Guantánamo ha conocido el paso de algunos, el más famoso de todos, por supuesto, es Orlando Beneitez, quien convirtió una pizzería de 50 capacidades y alguna que otra masa para llevar, en un complejo gastronómico que atiende a miles de clientes en un solo día y es una de las que más aporta a la circulación mercantil y el plan de ingresos de Comercio.

Algunos lo miran con recelo, y otros le excusan el éxito con el hecho real de que los ingredientes le llegan directamente del balance provincial, lo que significa que los precios de los insumos son menores y más estables, pero la realidad es que Orlandito convirtió una pizzería cualquiera en una empresa de éxito cuando todo el mundo se contentaba con la versión de la escobita nueva.

Tan cierto lo anterior como que la mayoría lo admira y lo mima. Según lo veo, es el empresario ejemplar, sobre todo porque ha demostrado que es posible hacer ganancias dentro de la planificación, dentro de la empresa estatal socialista en tiempos en los que la eficiencia parecía haberse mudado, definitivamente, al regazo de los pequeños negocios privados.

Pero los directivos como él no son la regla. Del otro lado de la cuerda, hay un variopinto grupo de jefes versados en hacer lo que les mandan que se las verán bien difíciles cuando, además de lo que les toca para cumplir con sus compromisos con la economía, necesiten extenderse para que el “balance” de las cuentas no se les atraviese en la garganta, ahora que los “rescates” salidos del presupuesto son cosa del pasado.

Ante esa realidad, es urgente una política de cuadros más coherente. Porque, a pesar de todo, todavía “la buena actitud ante el trabajo y las tareas que se le encomiendan” y sobre todo un discurso altisonante, a veces sigue pesando más que la experiencia y la brillantez a la hora de elegir a un dirigente.

Desde mi silla de periodista, en ese sentido, he visto de todo, desde directivos capaces de detallar cada actividad que se realiza bajo su mando e ir de allí a los terrenos del mundo macroeconómico, hasta otros que se parapetan -más que apoyarse- de expertos para responder la pregunta más inocente.

Tampoco es tiempo de improvisaciones. En un país donde la profesionalización de la fuerza de trabajo ha alcanzado niveles primermundistas, te encuentras lo mismo a un maestro dirigiendo una fábrica, a la que llegó sin saber qué era un tornillo, que a un ingeniero al frente de una institución cultural.

En ocasiones, incluso, existiendo gente capaz en la misma rama, en el mismo centro de trabajo, una reserva de cuadros incluso, que lo es eternamente de cuanto director llegue, un vicedirector… Y así no se puede:
Es tiempo ya, de cambiar la fórmula.