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-Compadre, yo te digo que hay que respetarse. Las parejas tienen que respetarse.

-Sí, pero la mujer todavía más. Si una se atreve a decirme m…, le doy cuatro bofetadas, para que sepa que eso no se hace...

 

Y yo, anonadada, sumergida sin quererlo en aquella conversación que, más adelante, inmiscuía una experiencia personal, suegras, otras bofetadas y, finalmente, el qué se cree esa mujer, tan típico de la impotencia masculina.

 

Yo, llamada por nadie, de pronto casi en el medio de aquella plática entre dos hombres con pintas que cualquiera atribuiría a caballeros -en este particular, damas, los estereotipos no sirven de mucho-, y que de pronto se aplicaban en una desbocada apología de la violencia contra la mujer.

 

Me quedé fría cuando el primero de ellos se viró hacia mí y me preguntó qué creía, permanecí callada y luego pasé el  día a pellizcos porque la verdad es que en aquel momento debí decir muchas cosas, las que guardo y las que podría elaborar en un santiamén.

 

Decirle, por ejemplo, que es típico en el hombre abusivo -la psicología, de hecho, lo generaliza como un perfil del abusador- el que intente que la víctima se sienta responsable de sus sentimientos, para justificar su acto de abuso.

 

Te golpeo, o te grito…, porque no me complaces, porque eres muy coqueta, porque el arroz está muy caliente o muy frío…, te aplasto, porque te lo mereces, porque lo haces adrede, porque no entiendes, porque me gritas, porque me exiges…: así más o menos funciona.

 

Significa que, en ningún momento, aunque la espiral del abuso ande por su fase tres -se identifican cuatro: la tensión, el incidente, la reconciliación y la calma, que se suceden una y otra vez-, el abusador va a reconocerse como victimario y se aferrará a la idea de que, sencillamente, es una víctima de las circunstancias y provocaciones. En todo caso, su culpa es reaccionar, "como haría cualquiera", se consuela y trata de buscar empatía, si es que tiene público.

 

Y funciona, en parte, porque la víctima también asume ese papel guardado en los baúles de abuela, en la crianza conservadora de que la mujer calla y aguanta, de que depende de otro que tiene, por tanto, derecho al ordene.

 

Les diría mucho más y no solo a ellos. Increparía también a mis congéneres que, con ojos y oídos abiertos, alrededor de mí, asentían cada tanto y, las vi, a veces también sonreían.

 

Porque si es grave que, entre los hombres, se reproduzca la lógica del maltrato, peor andamos cuando una fémina, que incluso puede haber sufrido el atropello en carne propia en algún momento de su vida, la hace suya, innecesaria, tristemente…, y hasta la convierte en virtud.

 

La historia aquella que todos escuchamos alguna vez de la esposa “abnegada y de oro”, que gracias a un inusual sentido de la paciencia y el aguante, aceptó atropellos y desmadres con tal de “mantener” su matrimonio y garantizarle “un padre a sus hijos”.

 

Y todavía ocurre en todas partes, aunque ciertamente sigue siendo el campo el mejor espacio para el silencio: el problema, me dijo hace poco una dirigente zonal de la Federación de Mujeres Cubanas en Yateras, es que ellas reciben y callan, como si por ser esposa tiene que aguantar, como si por ser esposo debe ser obedecido sin limitaciones.

 

Porque entonces, cuando una mujer acepta que eventualmente podría merecer ser disciplinada por otro, ser víctima deja de ser un atributo momentáneo y se convierte en una vocación, en una actitud ante la vida, y, todavía más importante, en una decisión de inmovilismo, de aceptación per se.

 

Todo esto tenía que decir, en aquel momento, pero no lo hice y, a mi modo, también fui víctima. Hoy, saldo mi deuda, y me libero.