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 maisi caminoMaisí cambia su rostro, pero queda un trecho largo. Foto: Lilibeth AlfonsoUnas veces bajo las nubes, otras sobre estas y las montañas, a 5 000 pies de altura y con una velocidad que varía demasiado rápido para nuestro sobresalto, llegamos finalmente a la tierra firme de Maisí en un helicóptero de la Fuerza Aérea Revolucionaria.

 

No se puede nombrar daño a lo que hizo el huracán Matthew en el extremo oriental de la Isla. Ese municipio fue sencillamente destrozado por los cuatro costados.

 

El camino se recorre de tristeza en tristeza. Las montañas del Parque Nacional Alejandro de Humboldt, Patrimonio Natural de la Humanidad, se nos muestran desnudas, casi desnudas. No es verde lo que vemos.

 

Quien lo viera por primera vez, no podría imaginarse la fauna riquísima que seguramente Matthew habrá ahuyentado con sus furias. Almiquíes, carpinteros reales, ¿dónde están?

 

Por suerte el viaje transcurre rápido. Media hora entre cimas contra las tres y media que nos tomaría por carretera. Vamos tranquilos. Desde el aire no hay rostros visibles, y observando desde lo lejos la desgracia siempre es más ajena.

 

El primer choque con la realidad de Maisí es sobrecogedor. Mientras perdemos altura, decenas de personas salen de sus casas hasta el campo de pelota de Los Arados. Van con las camisas en el hombro o sin ella, con niños en los brazos o correteando alrededor.

 

Desde Matthew, y hasta ayer mismo, a Maisí solo podía llegarse en helicóptero. Grandes árboles, deslaves y ríos arrasando puentes, alcantarillas y todo cuanto encontró en su camino se encargaron de cerrar los accesos desde Cajobabo, directo desde la ciudad de Guantánamo y el más alternativo de La Boruga, desde Baracoa.

 

Mientras todo el mundo se preguntaba qué había pasado con el municipio más al este de Cuba, las más de 29 000 personas que habitan en ese territorio vieron cómo la vida les cambiaba de la noche a la mañana.

 

«A las cinco de la tarde del lunes —cuenta Esperanza Labañino—, comenzó un viento muy fuerte, y al rato empezó a llover. A las diez de la noche vino una calma tal que parecía que no estaba pasando nada, pero nos acordamos del Doctor Rubiera y nos quedamos donde mismo estábamos.

 

«Menos mal —dice—, porque al poco rato este “tipo” regresó con más fuerza como si se hubiera tomado un buen descanso, y empezó a soplar por los cuatro costados, nunca en mis cincuenta y tantos años había visto una cosa igual en Maisí. Lo perdí todo, casa y una cría de pavos que no sé adónde fueron a parar», refiere.

 

A su lado, su hermana llora mientras acomoda sobre un colchón a medio secar libros, lápices, tizas que no terminan de parecer blancas..., los medios de trabajo de su hijo, que es maestro y ahora debe estar en su escuela, limpiando, ayudando en lo que puede.

 

Las clases, en el resto de la provincia, iniciarán el martes, pero en Maisí muchas escuelas ya no parecen tales de tan raídas, de tan mordidas por el viento. A cada paso, un niño perdió sus libros, sus libretas, sus útiles escolares..., así que nadie se atreve a decir cuándo.

 

Luisito tampoco sabe. Tiene seis años y pela una toronja. Nos pide entonces que sujetemos su camisa, una prenda roja y blanca, planchada y pulcra, no sea que se le ensucie. «Es la única limpia que me queda, y es la que me pongo cada vez que viene un helicóptero, para ver si viene Raúl».

 

Casi diez horas de vientos fuertes, y en el medio una calma ahí por donde pasó el ojo, derribaron parcial o totalmente la mayoría de las viviendas del municipio —generalmente casas de techo ligero, zinc galvanizado o fibrocemento—, según estimados que irán afianzándose con los días.

 

Las casas más fuertes, los centros estatales que lograron resistir y los centros de evacuación todavía albergan a personas. La gente duerme bajo un techo seguro y a la mañana va a sus escombros, recoge, trata de salvar, pone a secar al sol la ropa, los libros, las fotos familiares, los recuerdos de muchos años.

 

En Punta de Maisí muchos han decidido quedarse en las mismas cuevas que los abrazaron aquella noche terrible. En realidad no es una elección: un techo de roca es mejor que uno de estrellas.

 

Alexey Gaínza vive allí desde que nació y calcula que de 600 casas, quedan en pie, habitables, unas 20, incluida la suya. A la gente, a la que ya el viento le había robado el techo, al otro día el río desbordado le arruinó equipos, ropas, muebles y objetos queridos.

 

Las historias sobran. Vienen a nuestro encuentro. Nos halan por la blusa para que vayamos a ver una casa que ya no está, o un techo que voló a otra parte; nos hablan de sí mismos y de otros; quieren que conozcamos a quienes los evacuaron, o la librería, el consultorio médico o la sede de una organización de masas donde pasan estos días.

 

Vamos hacia los que trabajan, que son muchos. Algunos no son de allí. Solo las Fuerzas Armadas Revolucionarias movilizaron a cientos de hombres de varias provincias que ahora ayudan con el escombreo, la tala de árboles, la limpieza de caminos, ciudades.

 

El verde que les falta a los árboles se afana en la tierra. Una brigada de motoserreros en uniforme de campaña, entre la cual lo mismo hay un guantanamero que ahora pasa el servicio militar en La Habana, que hasta un espirituano, fueron los primeros en llegar al municipio, abriendo caminos.

 

De verde son también los helicópteros que transportan a ministros y dirigentes —quienes ven lo que hace falta y dirigen donde les toca—, y suministros. Mientras trabajamos, uno descarga dos toneladas de embutidos; en el aeropuerto de Guantánamo esperan otras para ser trasladadas.

 

Quienes reciben ayuda son gente noble. Alguien nos brinda un aguacate sacado de una carretilla con provisiones. Más allá nos invitan a un café, a una toronja, a un poco de agua que allí por donde sale el Sol en estos días es un bien preciado, a masa de coco, a sentarnos un rato.

 

Conocemos así a Míriam Rosa Labañino. Nos la señala su hijo, y nos hace entrar hasta el cuarto, en el poblado de La Máquina, en el mismo momento en que ella dobla una bandera. Quizá fue una de los muchos maisienses que vimos en las fotos de los primeros días luego del desastre, abrazados a la insignia nacional.

 

Míriam dice que en su vida había visto tanta cosa mala, y que las desgracias nunca vienen solas. Está enferma de cáncer, convaleciente todavía de los últimos sueros citostáticos, pero en estos tiempos no puede pensar en otra cosa que en su casa sin techo, ni en el «cuídese y aliméntese bien de los médicos», ni en nada.

 

Dobla la bandera porque no quiere que se le estruje, ni se le pierda ahora que todo es un desorden y no sabe por dónde empezar. Todo a su alrededor son ramas, trozos de tejas, escombro y tierra roja.

 

En Los Arados, Fabián Camejo Ortiz juega con los hierros rojiamarillos de un gimnasio biosaludable aledaño al campo de pelota. Nos mira y sonríe. Le preguntamos si está contento y dice que sí, pero luego duda.

 

«Ahora estoy aquí alegre, pero cuando llego a la casa me pongo triste, porque desde que pasó el huracán duermo en un cuarto sin techo. Ayer estaba rendido y era tarde cuando me despertó un aguacero».

 

Por eso casi todo el día se lo pasa recogiendo pedazos de teja para acotejar el techo, para que su abuela —de la que habla como si sintiera el deber de protegerla— no se moje.

 

«Solo a veces vengo aquí a ver los helicópteros, porque hay un piloto de esos de los militares que cada vez que viene me trae un pomito con agua, y lo comparto con mi abuela», y le cambió la cara.

 

Se sufrió en todos los sitios. En las casas de placa, donde Matthew no pudo plantar su rango de categoría cuatro en la escala Saffir-Simpson, el drama no era menos. Hasta 20 personas en una vivienda, a veces llegadas de improviso y con las manos vacías, temblorosas y húmedas, hacían muy difícil poder alimentar a todos.

 

Se sufre además porque desde Matthew no hay electricidad ni telefonía ni agua corriente y los caminos rotos hasta hoy, cuando se corrió de voz en voz que ya daba paso la carretera que comunica a Maisí con la capital provincial y con la ayuda que, a estas horas, ya debe haber llegado al sitio cubano por donde primero sale el Sol.

 

El escombreo y la apertura de caminos no cesan

 

«La recuperación va a ser lenta», augura Noel Mosqueda Mosqueda, presidente del Consejo de Defensa Municipal (CDM), aunque ya se ha avanzado en cuestiones que le dan vitalidad al municipio.

 

Ayer, por fin, se restableció el paso por carretera desde Guantánamo, «por donde nos llega la ayuda que desde hace días esperaba para entrar al municipio: eléctricos, técnicos de Etecsa... todo tipo de refuerzo.

 

«Deben entrar, entre todo, varias pipas  en tanto se buscan grupos electrógenos que sostengan las estaciones de bombeo del territorio, aliviarán el abasto duramente afectado, pues solo tres carros-cisterna trabajan para abastecer a una población superior a las 20 000 personas», comenta.

 

El hospital funciona con grupos electrógenos, y desde el viernes las siete panaderías del territorio, luego de guarecer sus equipos con lo que pudieron, empezaron a producir galletas, panes y dulces.

 

Las labores de escombreo y la apertura de caminos no cesan. «Ahora mismo hay más de 20 comunidades de difícil acceso que están aisladas por vía terrestre debido a la caída de árboles, y con las cuales mantenemos comunicación gracias a las personas que funcionan como enlace en las diferentes zonas de defensa», explica.

 

Es un tema difícil la alimentación. Para los centros de evacuación trabajan comedores que, al parecer, no son suficientes, y en la calle en los últimos días se han repartido algunos alimentos, que se suman a los que se distribuyeron antes de Matthew. La falta de agua es un problema para quienes cocinan en casa.

 

«Se mantienen abiertos algunos comercios, incluido el Mercado Ideal de la localidad, un restaurante y las tiendas en moneda convertible», dice Mosqueda. Los cuentapropistas que abrieron, según vimos, son muy pocos.

 

El Presidente del CDM no sabe cuánto se afectó; solo que el panorama es desolador y triste. «En cuestión de unas horas se perdió lo que nos costó mucho poder levantar».

Y fue mucho lo construido. En los últimos años el programa de desarrollo local y otras inversiones «habían convertido a Maisí en un lugar que todo el mundo decía que estaba lindo, así que salir y verlo todo destrozado fue muy duro para todos; todavía hay gente que está como en shock».

 

Lo que queda es un camino largo. «La gente tiene que entender que es mucho lo que se ha perdido, y tener confianza en que todo se resolverá. No será en corto plazo, pero nos vamos a recuperar».

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Fuente: Periódico Juventud Rebelde