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Hola, amigas y amigos de Contigo. Isabel Allende nos contaba, desde la semana pasada, la magia que en las mujeres provocan los hombres que saben cocinar. Ellos habían tenido una cita a ciegas. Él no la convenció a primera vista y ella guardó las alhajas para un mejor candidato… Así sigue la historia.

cocinando al desnudo

 

Cocinando desnudos (II)

 

Había planeado luz de velas y unas lentas sambas del Brasil, pero no quiso provocar iniciativas indeseables en su huésped, de modo que encendió todas las luces y colocó una de sus composiciones musicales de zumbido de viento y aullidos de coyotes, que tienden a producir un letargo hipnótico. Se saltó la copa de vino preliminar y otras cortesías de rigor y lo condujo directamente a la cocina, dispuesta a preparar unos tallarines de última hora, alimentarlo a toda prisa y despedirlo antes de servir el postre. El hombre la siguió manso, sin dar muestras de desencanto, como quien está acostumbrado a recibir un trato más bien brusco, pero una vez en la cocina algo cambió en su actitud, respiró hondo, inflando el pecho, se le enderezó el esqueleto y sus ojillos de liebre recorrieron todo, tomando posesión del terreno, conquistándolo.


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Permítame, dijo, y sin darle oportunidad a Hannah de contradecirlo, le quitó suavemente el delantal de las manos, se lo amarró en la propia cintura y la instaló a ella en una silla. Veremos qué hay por aquí, anunció, mientras rescataba de la nevera los ingredientes que ella había decidido guardar para el día siguiente y otros en los que no había pensado. Van Gogh echó mano a ollas y sartenes como si hubiera nacido entre esas cuatro paredes. Con gracia y destreza inesperada hizo bailar los cuchillos partiendo verduras y mariscos para dorarlos con mano liviana en aceite de oliva, lanzó los tallarines al agua hirviendo y preparó en un abrir y cerrar de ojos una salsa traslúcida de cilantro y limón, mientras le contaba a mi amiga sus aventuras en Centroamérica.

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En pocos minutos aquel hombrecillo patético se transformó: sus pelos de payaso adquirieron la fuerza viril de una melena de león y su aire de náufrago se convirtió en serena concentración, mezcla irresistible para una mujer como Hannah. El aroma que surgía de la sartén y el borboriteo de la olla empezaron a producir en ella una creciente anticipación, sintió que le corrían gotas de sudor por la espalda, empapándole la blusa, que se le humedecían los muslos y se le hacía agua la boca, al tiempo que descubría, sorprendida, las manos elegantes y las espaldas anchas de aquel hombre.

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Las heroicas anécdotas de Guatemala y de los perros para ciegos le llenaron los ojos de lágrimas; la oreja cortada adquirió para ella el valor de una condecoración de guerra y un deseo irresistible de acariciar la cicatriz la estremeció de la cabeza a los pies. Cuando Van Gogh colocó sobre la mesa una fuente con humeantes tallarines a la pescatore, como los llamó, ella suspiró vencida. Sacó de su escondite la botella de vino francés, que pensaba reservar para otro candidato más meritorio, apagó la luz, encendió las velas y puso en el tocadiscos la samba lenta del Brasil.

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Espérame un momento, anunció con un ronroneo de gata, voy a ponerme algo más cómodo. Y regresó con su traje de cuero negro y sus botas de domadora...