f0421986No podrá jamás suponer cuánto quisimos estar en su lugar, con sus ropas verdes con olores antisépticos. Como ella, no dormir; cuánto quisimos ser

 

sus manos. Se lo dijimos, se lo hemos dicho, pero no lo podrá saber. Su misión es estar donde no pueden los seres queridos, los que esperan, allá

 

afuera, por la esperanza o el milagro.  

 

Hacia el atardecer, el familiar tiene derecho a mirar por el cristal, siempre a la misma hora, siempre antes del parte en el que se añoran las buenas

 

noticias. Casi da miedo el instante, las horizontalidades duelen. No puede levantarse, no avanza lo necesario, no quiere mirar. La sonrisa que no vuelve

 

vemos, la mesita llena con todo lo que le podemos alcanzar. El nuevo sitio del suero, que la vena ya no aguanta, la misma imagen de ayer que, por

 

días y días, es la que será.

 

Hay un parte que da el médico, el médico es la estrella del equipo. Las palabras describen con académica precisión el estado de gravedad en que está.

 

Le hacemos preguntas, nos explica.

 

La luz de la sala no se apaga jamás. Ha perdido la secuencia del tiempo. No sabe si es mediodía, o si amanece. En esas horas infinitas, es ella la que

 

está.

 

Ella, que le achica el nombre; ella que lo consuela, aunque lo inyecte y lo cure y le duela; ella, que lo aseará después de comer, si es que logró que

 

comiera; ella, que se le va haciendo cercana, necesaria.

 

Con buena suerte, podría despedirse de ella, y agradecerle los cuidados, si la salud vence el mal y se va a casa. Con suerte mala, se llevará ella sus

 

últimos quejidos, el suspiro final, la postrera mirada.

 

La enfermera –y los enfermeros, por supuesto– son quienes alguna vez quisimos ser, para no perdernos el último adiós de aquellos por quienes

 

habríamos dado la vida.

 

Tomado de Granma

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