El hombre se hizo siempre
De todo material
De villas señoriales
O barrio marginal
Bajo la luz tenue de una de las casas del centro de la ciudad de Camagüey, un 23 de diciembre, hace ya 184 vueltas al sol, vino al mundo Ignacio Agramonte y Loynaz. No era aún el Mayor, sino el niño Ignacio, hijo de una estirpe de hacienda y ley, criado entre el olor del ganado cimarrón y el crujir de los legajos en la oficina del abogado. Ya entonces, dicen los que saben de memorias, tenía una rectitud que deslumbraba, un modo de mirar de frente que parecía tallado en la misma piedra de la sabana.
La crónica de su vida es breve, un relámpago en el cielo de la Isla. Pero qué relámpago. Estudió leyes, sí, en La Habana y después en Madrid, pero lo que de verdad estudió fue el pulso de la libertad. Cuando el 68 estalló en La Demajagua, él ya estaba listo. No era un hombre que esperara; era un hombre que convocaba. Y Camagüey se levantó con él.
Aquí, en esta llanura infinita forjó su obra. Y qué obra: redactó, con fría pasión, la Constitución de Guáimaro, dando andamiaje jurídico al sueño de una república. Pero su verdadero texto, el que se lee en el sudor de los campamentos y en el polvo de las cargas, lo escribió con la punta de su machete. Organizó la caballería camagüeyana, hizo de hombres de campo una legión de guerreros invencibles. Le llamaban «El Mayor». Y él, con ese orgullo tranquilo que da la entrega total, asumió el título como un destino.
Su estrategia era la del vendaval: aparecer donde no se le esperaba, caer como un rayo y desaparecer en la polvareda. En el potrero de Jimaguayú, el 11 de mayo de 1873, el rayo se quedó clavado en la tierra. Dejaba atrás a su amada Amalia que lo había acompañado a los campos de Cuba y juntos construyeron una idílico muestra de pasión por Cuba.
El enemigo, temeroso incluso del mito que acababa de crear, intentó consumir su cuerpo en el fuego. Quisieron borrarlo. No sabían que .habían convertido al hombre en símbolo, y al símbolo, en eternidad. Hoy, a 184 años de aquella luz de diciembre que lo trajo al mundo, Ignacio Agramonte no es un héroe del pasado. Es la carga que no se detiene, el principio que no se negocia.
Es el jinete de bronce en la plaza de Camagüey, mirando siempre más allá, hacia la sabana que libertó. Su vida, breve como un parte de guerra, y su obra, inmensa como el cielo de su tierra, nos interpelan. No pide veneración de museo; exige fidelidad en el combate. Porque él, El Mayor, sigue siendo, en este presente que tanto lo necesita, el llamado a la carga mambisa contra lo mal hecho y a permanecer en combate, por difíciles que sean las circunstancias, Con la vergüenza. Vive en las calles de Camagüey, donde los agramontinos toman su sable y echan adelante la tierra que lo vio nacer.
Tomado de Granma