Senador Rolando Mansferrer.Guantánamo, fines de diciembre de 1955. La ciudad se apresta a despedir un año que, según la valoración del periodista Lino Lemes García, languidecía y cedería el paso a un 1956 lleno de presagios de suicidios por el triste panorama de insalubridad prevaleciente en la urbe oriental y el poblado de Caimanera.
Ante las oscuras perspectivas, desde el propio enero el mando militar de la Base Naval norteamericana ordena suspender las visitas de los marines; decisión que afectó a propietarios de bares, burdeles, hoteles, restaurantes y tiendas, así como a vendedores de marihuana, traficantes de bebidas, prostitutas, y proxenetas de toda laya.
En esa etapa de suspensión del “turismo militar” el senador Rolando Mansferrer y el coronel Alberto Chaviano del Río se mostraron desde La Habana y Santiago de Cuba, respectivamente, muy preocupados, pues “las zonas de tolerancias de Guantánamo y Caimanera era una necesidad militar”, según el primero.
La pérdida de lucrativas tajadas era lo que realmente inquietaba a Mansferrer, gánster y cabecilla de los Tigres-Asesinos, mayor criminal de la antigua provincia de Oriente.
En agosto, Lemes García, en el diario El Vigilante, publicaba en titular de primera plana: “Fallecen, aquí, muchos niños, 69 en el hospital en julio”. Días antes, su similar, El Imparcial, había denunciado la grave situación sanitaria que atravesaba la ciudad.
Ambas publicaciones coincidían en que las aguas contaminadas del río Guaso, por falta de acueducto, plantas de filtros y cloro, era la principal causa de las muertes y enfermedades; a lo que se unía -agregaban-, la leche infestada vendida a la población, y otros alimentos como queso blanco, dulces con cremas y pan. Sin mencionar la mala alimentación de los infantes entre las causas de alta tasa de defunción.
Para entonces el incremento de las lluvias y el abandono oficial de las autoridades con el alcalde Fermín Morales Ferreira a la cabeza, hacían empeorar la situación sanitaria y el doctor Mario Pascual Planas, jefe local de salubridad, poco podía hacer sin recursos materiales, dinero y personal médico calificado.
El 6 de noviembre, se anunció oficialmente que una epidemia de fiebre tifoidea azotaba la ciudad de Guantánamo y se extendía al poblado marino de Caimanera y al de Jamaica, este último entonces cabecera del municipio de Yateras. El día 23 se reportaban 394 enfermos, y el 10 de diciembre el hospital informaba 467 casos, noticia que descollaba en la primera plana de El Vigilante y como era de esperar la base suspendía los francos a sus marines.
Las medicinas y los insumos del laboratorio escaseaban; la alimentación de los pacientes del Hospital Pedro A. Pérez era pésima, así como la disponibilidad de vestuarios y medios para garantizar la higiene adecuada de la maltrecha institución.
El periodista Ángel Ferrand Latoisón, sensibilizado por el peligro de la pandemia y el dolor de la población, publicó un profundo estudio intitulado El horrendo problema sanitario de Guantánamo, el cual ganó el Premio Periodístico Eugenio M. Salvent de un concurso anual organizado por el Club de Leones de Guantánamo.
La miseria y la insalubridad se enseñoreaban sobre Guantánamo, pero eso poco importaba a las autoridades de turno a las que paradójicamente tampoco preocupaba que las áreas rurales de los municipios de Guantánamo y Yateras fueran consideradas las zonas mayores cosechadoras de marihuana de Cuba, producción destinada al mercado criollo de los marines yanquis acantonados en la base, e incluso al de los Estados Unidos.