“La preocupación del personal de Salud que me atendió fue constante”, afirma María Celia.A finales de febrero, María Celia Sierra Hernández ignoraba que en su andar la COVID-19 lo hacía junto a ella. Su organismo advertía que algo estaba mal, pero parecía ser solo el inicio de un padecimiento común dispuesto a acompañarla en su vida, y no de un virus que tomaba su cuerpo como espacio de conspiraciones.
“Me sentía mal, una noche empecé con temblores, no veía bien. Mi esposo y yo íbamos a llamar una ambulancia, pero era tarde y me tomé un clordiazepóxido. Visité a mi hermano que es médico, me tomó la presión y la tenía alta.
En el consultorio comencé el chequeo diario de la tensión arterial. Se mantenía elevada, por lo que el médico de familia me puso tratamiento como hipertensa”, recuerda Sierra Hernández.
Intensos dolores de cabeza y espalda, decaimiento, dificultad para respirar, progresiva inapetencia, fiebre… completaron las preocupaciones de esta guantanamera de 61 años. Era inaplazable la visita al policlínico, en el sur de la ciudad de Guantánamo, donde un test rápido de antígeno devino primera advertencia de que el SARS CoV-2 le exploraba el cuerpo.
En poco tiempo, María Celia, quien padece enfermedad mixta del tejido conectivo (trastorno del sistema inmunitario), llegó a la sala 5to A del Hospital General Docente Doctor Agostinho Neto. La prueba de PCR confirmaba que aquellos síntomas eran el lenguaje del virus. Iniciaba un episodio imposible de sacar de sus recuerdos.
La sed y resequedad en la garganta eran constantes, los efectos de la medicación unido a su padecimiento complicaban el cuadro. Intenta alcanzar un vaso de agua y cae al suelo, con pulso disminuido y desfavorable evolución. La sala de Terapia Intensiva para casos de COVID-19 la vio entrar como una más de sus pacientes.
Atormentada por los fatídicos números de la pandemia y un virus oportunista ante enfermedades de base como la de ella, una interrogante atormentaba su mente: “¿Saldré?”. La respuesta médica no contemplaba la derrota como opción.
“Interferón y Jusvinza fueron de los fármacos que me administraron. Hice una obstrucción bronquial, por lo que también me administraron antibióticos y esteroides. La ozonoterapia fue parte de la medicación”.
Sus signos vitales lo traducían las cifras de un monitor acoplado por aditamentos adheridos a su cuerpo: frecuencia cardíaca, presión arterial… parámetros reflejados en esa pantalla, que a veces prefería no mirar.
Apenas dormía. En ocasiones, mientras la ciencia hacía su parte, cerraba los ojos y acudía a la fe.
“Yo creo mucho en la Virgen de la Caridad del Cobre, y le pedía que me ayudara a salir del trance”, recuerda.
Quien la ve más de 14 días después de egresada del hospital, no advierte lo que pasó. Pero cuando recibió el alta era evidente la pérdida de peso tras aquella batalla por la salvación, cuando no se le perdían pistas a lo que sucedía en su interior.
“Diariamente me hacían ultrasonido abdominal y de pulmón, además de la gasometría, prueba muy dolorosa. Me mantuvieron con suero hasta el último momento, porque llegué a estar deshidratada”.
María Celia aliviaba sus tormentos con la preocupación de quienes la atendían, no solo habla del agradecimiento a los médicos, también a enfermeras, asistentes, laboratoristas, los menciona más de una vez con visible satisfacción, aunque toda la vestimenta comprometida con la prevención la privaron de llevarse en su memoria los rostros de quienes despojaron a su cuerpo del mortal virus.
“A los pocos días sentí mejoría, recuperé parcialmente el ánimo, disminuyó el dolor de cabeza; la presión arterial se controló, respiraba con menos dificultad, me comí dos cucharadas de comida, y comencé a sentarme en la cama. La atención hospitalaria fue excelente.
“No podría describir con palabras exactamente la alegría al saber que la prueba de PCR había dado negativo”, pero sobran las frases. La forma en que abre los ojos, y los gestos con sus manos traen a la conversación parte de las emociones de aquel momento.
A ella, como a la gran mayoría, la COVID-19 la tomó por sorpresa, es de las guantanameras cuya fuente de infección quedó como enigma. Es otro ejemplo de cuán expuestos estamos a un virus que se cuela silenciosamente en las vidas. Sin necesidad de equipos de respiración artificial, durante aquella semana de ingreso hospitalario supo los castigos de la enfermedad, algunos de los cuales la acompañan como secuelas, y confiesa:
“Los dolores de cabeza aún persisten, en ocasiones se agudizan. El apetito tampoco lo he recuperado completamente, aún siento decaimiento, además, paso trabajo para conciliar el sueño”, afirma, y añade la vigilancia que lleva sobre su organismo.
Dos pomos para la desinfección de las manos a la entrada de la casa hablan de la intención por protegerse ella y a su familia, siente alivio por no haber contagiado a otros. Consciente del peligro aconseja:
“Yo le sugiero a todas las personas que se cuiden. La COVID-19 mata, no es un catarro común como muchos piensan. Quien la padece desde una experiencia como la mía sabe cuán duro es esto”.
Escapar de una pandemia sedienta de vidas es una dicha de la cual habla hoy María Celia, cuando el SARS CoV-2 silenció a más de dos millones de personas eternamente, sin creer en sueños, familia, edades… y tampoco cuando la seleccionó a ella como víctima reparó en sus nonagenarios padres que la esperaban en casa.
El diálogo de aquella tarde guardó para Venceremos una historia, tras la cual la Medicina cubana frustró los intentos de la COVID-19 por arrancarle a una guantanamera la oportunidad de vivir.