Nadie sabe si la idea surgió ahí o venía de antes -o después- de aquel discurso ante estudiantes de Medicina, en el que el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz expuso, por primera vez, la idea de la colaboración médica internacionalista.
La cuestión es que han pasado 60 años desde que un avión Bristol Britannia, de Cubana de Aviación, aterrizara en Argelia con 29 médicos, cuatro estomatólogos, 14 enfermeros y siete técnicos de la salud, entre los cuales había varios guantanameros.
Desde entonces, la Colaboración Médica Cubana ha llegado con más de 605 mil profesionales, incluyendo médicos, enfermeras, técnicos, trabajadores de servicio…, a 165 naciones de todos los continentes, a países pobres o ricos, en buenas condiciones o en campaña.
Guantánamo ha hecho su parte, desde la primera vez. Hoy, más de 2 mil 136 coterráneos prestan sus servicios en 46 países, sobre todo, Venezuela, Angola y Argelia.
Fidel y el Parte #18
Los pacientes sabían que Juan Emilio Velázquez Fernández estaba allí. El médico cubano que les preguntaba cómo se sentían, desde cuándo, dónde duele…, y no si ya habían pagado, y buscaban la forma, se abrían camino hacia él.
“No es solo una cuestión de dinero. El colaborador cubano llega a cualquier lugar y lo distingue su cercanía, que entrevista, toca, se acerca al paciente”, opina Juan Emilio.
Hasta un día en que el director del Hospital Público lo vio atendiendo antes de cobrar -sin cobrar, en absoluto-, lo llamó a su oficina y lo reprendió con un “no” desmedido, inédito, que se resiste a irse de su mente hasta hoy.
“Cada misión implica un choque, un cambio grande: salir de Cuba donde, incluso con carencias, tenemos uno de los mejores sistemas de Salud primaria del mundo, y encontrarte con una nación como Haití, donde solo había servicios secundarios basados en la ganancia, y no en la gente”, cuenta.
Sabe lo que dice. Después de esa experiencia, llegó Guatemala, Venezuela, Brasil y, más recientemente, Catar. En cada una ha sido llegar, aprender, adaptarse, conocer, hacer amigos, crecer, despedirse y dejar atrás..., hasta la próxima.
“De todos los choques, cuál fue el más significativo”, pregunto y me lleva a Guatemala. “Vivía en Los Copones, cerca de una población indígena Q'eqchi, en el departamento de Ixcán, un sitio muy alto, entre lomas que franqueábamos por puro monte, porque no había carreteras.
“La primera gran impresión fue la llamada de urgencia para atender un parto. Salimos, el enfermero guatemalteco y yo, y en el bohío vemos que nos esperaban con la embarazada colgada del techo por las manos, las piernas abiertas, y la partera al lado pidiéndole que pujara.
“Decían que si no la tenían así, se interrumpía el parto. Era su tradición, y algo debía tener de cierto…, pero yo estaba allí así que hicimos que la bajaran, la acostamos y todo fue bien”, rememora.
El segundo choque es mucho más literal. Solo recuerda que regresaban de Ixcán de madrugada, luego del descanso de fin de semana, y se despertó en un hospital.
Fueron, cuenta, días de gravedad y tropiezos… “Me operaron par de veces y estuve muy grave. Tuve plena conciencia de eso luego, recuperado de una intervención por laceración en el intestino delgado, y en Cuba, con el Parte #18 en mis manos, uno de los muchos que llegaban al país para informar sobre mi estado”.
El papel, que guarda celosamente entre otros muchos recuerdos de una vida que pareciera imposible enmarcar en sus 57 años, enumeraba casi media docena de patologías y un pronóstico: “En las próximas horas se espera un fallo multiórgano”.
Así estaba cuando el Comandante en Jefe Fidel Castro mandó un equipo médico desde La Habana. El diagnóstico fue certero y la recomendación drástica. Había que operar de nuevo, pero no allí donde lo tenían.
“Se hicieron gestiones y el avión del entonces presidente de Guatemala aterrizó en un terraplén, y nos llevó hasta otro hospital mucho más moderno. Siempre digo que en esa operación, esos médicos me salvaron la vida. Uno de ellos, el cirujano Llorente, fue mi amigo hasta su muerte”.
Ya estable, el equipo llama a La Habana para informar que debían evacuarlo de inmediato. “Y ahí surgió el problema. No había vuelos directos disponibles, así que el Comandante, por medio del Instituto de Aeronáutica Civil, desvió un avión comercial de la ruta La Habana-Costa Rica, solo para recogerme”.
Ingresado en el Hermanos Ameijeiras, seguía el acompañamiento. “Un día, me iba a visitar el equipo de Raúl Castro…, al otro, el de Fidel, y así… hasta un día en que un equipo de hombres entra al cubículo y le pide a mi madre que salga. Y yo, sin saber qué era.
“Al rato, entró Fidel. No sé si era porque estaba acostado, pero lo vi enorme. Me tocó y me dijo ‘Casi te vas…’ y luego preguntó cómo me sentía y si estaba solo. Mandó a que entrara mi madre, que no se lo podía creer, y la abrazó. De ese día me queda el recuerdo, ni una foto…, aunque en realidad no hace falta”.
¿Ha tenido que contar mucho esta historia?, inquiero. “Muchas veces, pero incluso si no me preguntan lo hago -espeta-, porque la historia de la Colaboración Médica es lo que conocemos todos, por supuesto, pero también la atención al colaborador, ese acompañamiento que, en mi caso, literalmente me salvó la vida. Cuba nos manda, y nos regresa”.
Yo nunca supe decir que no
“Cada Misión ha sido mi oportunidad de mejorarle la vida a las personas, de cambiar las cosas para bien, y esa es una satisfacción grande”, asegura Nancy.Nancy Pozos Rodríguez cuenta y, mientras lo hace, se ríe. “Yo me quedaba hasta tarde, porque llegaban gente de muy lejos, personas mayores, pasando trabajo. Los atendía, con la promesa de que era ese día nada más, y así pasaba la jornada siguiente, y la que venía después. ¿Qué iba a hacer?”.
Pregunta y no espera respuesta. “Es que soy así. Y el cubano también, por eso uno donde va y es querido… porque empiezas a sentir como esas personas, ver sus problemas, y ayudas. En general, el paciente te trata como lo tratas”, asegura la Licenciada en Óptica y Optometría.
Quizás sea su origen. Los caminos que la vida le hizo recorrer antes de llegar a la profesión que ama, y a servir en Cuba, Venezuela y Argelia. A buscar la mejor manera de comunicarse, ayudar, cambiar el mundo a su manera.
En Venezuela ocupó, primero, una óptica en medio de un gran mercado en Unares, al oriente del estado Bolívar, y luego un tráiler aledaño al suyo, dedicado a vivienda. Hasta allí, cuenta, “llegaban personas de lugares muy lejanos, a los que también íbamos cuando había operativos, días de visitar comunidades alejadas a las que no llegaba nadie más. La satisfacción era grande cuando la gente salía con sus lentes, viendo a la perfección”.
¿Cómo el cubano quiere, se da a querer?, inquiero. “El idioma ayuda, y el carácter del venezolano, pero también nuestro servicio, la historia de las misiones médicas. Me apoyó mucha gente, chavista o no, porque respetaban mi trabajo… Eso sí, todos querían saber de Cuba y más de uno me preguntó si yo vivía donde estaban los americanos”, espeta.
Pero igual sentía por la política y por Hugo Chávez. “Me tocó vivir su enfermedad allá, estar pendiente, sufrir con las malas noticias. Su muerte me sorprendió en Cuba, y lo lloré como si fuera venezolana”.
Luego, llegó Argelia: cambio brusco. Otro idioma, otras costumbres, otro clima y un nuevo reto. Allí, empezó en una consulta mixta de glaucoma, de retina y neurofisiología, en Béchar, y luego se incorporó a la Misión Milagro, en la consulta de cataratas, y todas las pruebas previas a las intervenciones.
“Ahí te das cuenta de que no importa cuánto dinero tenga un país, sino cuánto le dedica realmente a la salud pública. Allí la gente iba a vernos también desde muy lejos, salían de madrugada para estar en nuestras consultas, iban en sus carros, pero no podían pagar la operación en los servicios privados”.
Pregunto por los modos, por las costumbres que implica convivir en un país dominado casi al ciento por ciento por la religión islámica. “La ropa tenía que cubrirme todo el cuerpo, y había que moderar el comportamiento, sobre todo, de las mujeres; pero qué va, no pudieron resistirse a nosotros. Los musulmanes que nos acompañaban en la consulta, terminaron acostumbrándose a los saludos con besos entre nosotros, y ya pedían el suyo”.
¿Y el idioma? ¿Logró aprender algo? “Un poquito -me lo dice en un idioma raro, y no pregunto. Las pruebas, por ejemplo, las hacíamos con una R en diferentes posiciones, y la gente se adaptaba muy fácil solo indicando la dirección con las manos. Cuando no, yo insistía, hasta coordinaba para que le hicieran otros exámenes”.
Así, dice, se dio a querer entre los argelinos y cubanos. “Yo había llegado para sustituir a un joven super talentoso del Hospital Ramón Pando Ferrer, y me lo habían advertido. Pero nada, cuando él me conoció me dijo: tranquila, guajira, tú lo vas a lograr.
“Y lo hice. Formé un equipo muy bueno con una enfermera de La Habana, y éramos el sitio al que mandaban a todos los perdidos, a los que llegaban tarde, casi sin esperanzas de ser atendidos… Y ya usted sabe. Yo no sé decir que no, no me nace en ningún idioma. ¿Qué le voy a hacer?”.
Pregunta, y no espera a que le conteste: El bien, es la respuesta.