Quiero moverla. Un poco más. Así que le pregunto a la licenciada en Enfermería, María Susana Fuentes Suárez -tez mulata, 50 años, mirada serena- qué pesa más en el camino para ser un buen profesional: los conocimientos o la vocación. Y no duda.
“Hay que tener vocación, tienes que amar este trabajo… y eso te lleva a lo otro. A buscar, estudiar, superarte para estar a la altura de lo que necesitan los pacientes, siempre diferentes y con necesidades que van más allá de lo que enseñan los libros”, resume.
Para ejemplificar, le bastaría su vida. A la enfermería la llevó la vocación, y ella misma la empujó al Diplomado en Cuidados Intensivos y Emergencias, una de las posiciones más difíciles de la Medicina en general. “Pero la verdad es que no trabajé mucho en el servicio…”, me dice sin un atisbo de pena.
Casi “verde” en la sala de Cuidados Intensivos le llegó la primera Misión nacional en Santa Catalina, Manuel Tames. “La jefa de enfermeras salía hacia Venezuela y me pidieron sustituirla. Y me fui por dos años que se convirtieron en ocho”.
Hacia el intrincado paraje, cruzando 36 pasos de ríos monte arriba, se fue con su esposo de entonces y sus gemelos, que eran unos pioneros de tercer grado habituados a la ciudad, las calles de asfalto, la electricidad, el agua al alcance de un giro de muñeca…
Le digo por experiencia propia, que los sitios alejados de las urbes tienen un espíritu propio, aunque se hable en español y se tenga la misma bandera, y ese era el caso.
“En realidad es otro mundo, y no solo por lo que implica vivir sin luz eléctrica la mayor parte del tiempo. Hay muchas tradiciones, muchas maneras de hacer las cosas que son diferentes a cuanto yo conocía…”, explica.
Una de las tradiciones que más la impresionó fue la camilla: la manera en la que, desde hace décadas, los guajiros de los sitios intrincados cargan a los enfermos hasta los puestos médicos más cercanos.
La primera que recibió llegó de noche, y la impresionó, incluso sin verla, el jum, jum, jum, jum, acompasado y grave que venía del monte, ese sonido que emiten los “camilleros” para darse ánimos y coordinar la marcha mientras cargan al enfermo.
“Es impresionante ver cómo ocho, 10 hombres, arman un colchón o un catre, le ponen varas por todo el borde y lona para lluvia o sol y caminan, turnándose, por kilómetros y kilómetros… La más lejos de la que tuve noticias llegó de Vega Grande, en los límites con Holguín”.
Allí, en definitiva, se creció. Atendió partos solo auxiliada con la luz de un candil, y todavía recuerda al hombre con múltiples traumas, luego de caerse de una palma, al que estabilizó y llevó, vivo y con posibilidades de seguir así para contarlo, hasta el Hospital Dr. Agostinho Neto.
La enorgullece, también, haber defendido que se quedaran en Santa Catalina los equipos del hospital y la ambulancia, y que allí estén para bien de la comunidad, y el cambio de unas cuantas mentalidades entre las embarazadas que se resistían al ingreso.
Se resiste a hablarme de la despedida, solo cuenta que la noticia de la Misión a Venezuela se la llevó su hijo, montado en un caballo, hasta un consultorio que debía chequear ese día… “porque si el reto fue grande para mí, también para mis hijos, que, no obstante, crecieron sanos, aprendieron a nadar, a montar, la sabiduría del campo, y se relacionaron con gente muy buena, sana”.
Y tengo que cambiar el tema, porque de lo contrario la enfermera intensivista, la internacionalista que tiene milagros y peligros de sobra para contar, la responsable de una sala del Hospital Psiquiátrico Luis Ramírez López, se echa a llorar.
En Venezuela, rememora, se reunió con su hermano médico y estuvo dos años en Chivacoa, estado de Yaracuy. “Fue, explica, un tiempo complejo, habían pasado las guarimbas, y empezaban a escasear los medicamentos, y también la alegría del chavismo, por lo menos, donde yo estaba”.
Era un terreno hostil, cerca de zonas rojas -como le llamaban a los sitios donde las bandas se disputaban la tierra a balazos- y gente pobre y, en muchos casos, antichavistas.
“Personas que nos hacían campañas, por las que nos mudamos cinco veces, pero al final eran pobres, no podían pagar los precios altísimos de los privados e iban a atenderse con nosotros cuando tenían necesidad. Eso es algo que nunca voy a entender.
“El colmo fue un señor que fue a medicarse. Cuando ya se iba, se paró en la puerta y nos dijo: Yo vine por la necesidad del medicamento, porque verdaderamente no quisiera atenderme con ningún cubano”, y se sonríe, la madre de los gemelos que hoy son informática y oficial de las FAR.
“Para que usted vea, los malandros -como se les llama a los delincuentes- se portaban mejor con nosotros. Sabían que éramos su respaldo cuando los baleaban, y que nadie más que nosotros entrábamos a atenderlos y salvarles la vida”.
Fue una banda la que protegió, por tres días, la casa donde vivía con una doctora y un deportista, cuando quisieron entrar a robarles. ¿Y eso cómo fue?, me asombro.
“Ah… porque yo recién llegada, con mis conocimientos en Cuidados Intensivos le hice un abordaje profundo a la abuela del jefe de la banda de Chivacoa, que estaba muy enferma. Y luego, aquel hombre un día me dijo: Cuba, si necesita o alguien se mete con ustedes, nada más me llama. Así que cuando nos querían asaltar, yo no llamé, pero una vecina le avisó y para allá fueron a defendernos”.
Allá, dice, también dejó a un hijo. “Un chiquillo de nueve años que se pasaba el día en una esquina, y con quien compartía desayuno, merienda, comida… porque su mamá tenía 10 hijos a los que soltaba por la mañana para que se buscaran la vida.
“Le compraba ropa, lo ayudaba como podía. Un día empecé a insistirle que fuera a la escuela, convencí a la mamá y busqué maestros… Cuando me tocó regresar, quiso venir conmigo, pero la Misión no iba a permitirlo”, enfatiza.
La traigo de regreso a Cuba, con sus gemelos entrando en la adolescencia. “Aquí, me pidieron incorporarme al sindicato, y para allá fui. En esas responsabilidades andaba cuando llegó la COVID-19”.
Un tiempo terrible, le digo. “Un tiempo terrible”, riposta y me habla de las guardias de 24 horas en la Unidad de Vigilancia Intensiva, de la Universidad de Ciencias Médicas, de quedarse rendida en el piso, porque irse a la cama era alejarse demasiado de los enfermos aferrándose a la vida, de las muertes, de las lágrimas que en algún punto no fue posible contener.
La salvó, de nuevo, la vocación. “Debía mantenerme, pues los pacientes dependían de mí, pues no hay nadie más cercano que la enfermera. Es la familia, el hombro, el recadero. Un puente solidario entre el paciente y sus familiares, sobre todo, en epidemias”.
Ni más sacrificado…, le comento. “También, pero todo pasa por el amor al paciente. En mis décadas de más trabajo, ni en los peores momentos me he arrepentido de ser enfermera. Es lo que digo a mis alumnos, que amen lo que hacen, y que sean buenas personas. Ser malo no cabe en esta profesión”.
Victoria Bru Sánchez
Si bien, la Organización de las Naciones Unidas estableció el 12 de mayo como Día Internacional de la Enfermería, por el del natalicio de Florence Nightingale, enfermera inglesa, ejemplo de abnegación y fundadora de la primera Escuela de enfermería del mundo; Cuba, además de celebrar esa fecha, acogió el 3 de junio como Día de la Enfermería Cubana, en honor de Victoria Bru Sánchez.
Victoria, nacida el 3 de junio de 1824, en Managua, La Habana, marcó con su desempeño la profesión en el Archipiélago. Se graduó en 1906 en la Escuela de Enfermería del hospital Número Uno (hoy General Calixto García) y su primer centro asistencial fue el hospital de Remedios.
Su rastro profesional marca su ascenso, el propio año, a superintendente de la Escuela de Enfermeras del hospital de Santiago de Cuba, cargo que desempeñó en Puerto Príncipe (Camagüey), el Hospital Psiquiátrico de La Habana (Mazorra), en la propia escuela y hospital que la formaron, y en el centro asistencial de Cienfuegos.
En la Perla del Sur, en 1914, encara desde la asistencia médica la terrible epidemia de influenza que azota a Cuba. Sus problemas de salud los echó a un lado ante las calamidades de la población: muchas víctimas, hospital lleno de enfermos, excesivo trabajo, azote en los barrios pobres.
Victoria se reincorporó de inmediato al trabajo y, acompañando a sus alumnas, iba de casa en casa ordenando medidas higiénicas, aislando enfermos, aseando niños, dando esperanzas a moribundos. Terminó víctima de la propia epidemia y murió el 7 de diciembre de 1918, convirtiéndose en mártir de la humanitaria profesión que había elegido, siguiendo su firme vocación. (Fuente Infomed)