Para Loraine de la Fe Caridad González Fernández, la siquiatría es más que una profesión. No importa de qué tema le hables o pregunta le formules, pareciera que dicha especialidad -que hoy ejerce en el Hospital Luis Ramírez López- fuera el denominador común de muchos de sus recuerdos felices.
Es sencilla y educada, risueña al hablar de su familia, curiosa hasta más no poder. En sus ratos libres prefiere disfrutar de los suyos, leer, escuchar música y ver novelas; cuando le preguntan a qué se dedica que el tiempo se detiene, su rostro se ilumina y las palabras no le alcanzan.
Merecedora recientemente del galardón al Mérito Científico por la Obra de la Vida, su historia es la de una mujer que libró batallas sin rendirse, la de una madre orgullosa de su descendencia, la de una profesional que, a pesar de los años y las vicisitudes del diario, continúa a la defensa de sus convicciones con la vehemencia del primer día.
Graduada en la Universidad de Ciencias Médicas en 1969 y con 54 años de experiencia, la doctora Loraine, o simplemente Loraine, como al calor de una entrevista me permitió llamarle, no siempre tuvo clara su vocación: “Me llamaban la atención otras cosas que tenían que ver con el arte o el Derecho. Soy muy conversadora y todo el mundo decía que tenía muchas leyes”.
Fueron necesarios el consejo de una tía graduada de Medicina y un infortunio en la vida de un miembro de la familia para despertarle la necesidad de ayudar al prójimo y la pasión por entender el comportamiento humano.
“Incluso antes de graduarme, en sexto año, me relacioné directamente con la siquiatría, aprendiendo de profesores muy buenos y en contacto con los pacientes. Cuando por fin pude optar por una especialidad, no tuve dudas y aquí sigo. Fue la mejor decisión de mi vida”, asegura.
Después de tantos años ejerciendo la profesión, es un desafío permanecer sensible ante las dolencias de los demás, los momentos de tensión y las familias desconsoladas, como lo hace Loraine. Se requiere de mucha fortaleza, pero también de la empatía, paciencia y humanismo que solo se tienen cuando el bienestar ajeno se antepone al propio.
“No podemos olvidar a la clínica, al paciente; hay que conversar con los familiares, y no olvidarnos de los que nos hace humanos, porque sería dejar de ser siquiatras y convertirnos en máquinas en función de solucionar problemas y establecer tratamientos, nunca verdaderos médicos.
“Hay que ser empáticos, y cultivar siempre la espiritualidad y la sensibilidad, porque perderla es equivalente a ser un mal médico. En lo personal, me pasa al contrario: a veces temo haberme vuelto más sensible con el paso de los años”, asevera.
En esa implacable defensa de los pacientes, la también Metodóloga de Postgrado del Hospital refiere que una de sus mayores batallas ha sido contra “los prejuicios de la sociedad respecto a los enfermos mentales, basados fundamentalmente en el temor y el desconocimiento de cada patología. Hay quienes los consideran un peligro, y se alejan”, refiere.
Conocer, defiende, es el antídoto. “Es vital que la población conozca más sobre salud mental, que los médicos seamos capaces de fomentar una cultura al respecto, de disipar dudas y temores; eso contribuirá a integrar al paciente a la familia, la comunidad, a la sociedad”, enfatizó la doctora.
A ese propósito, reconoce la siquiatra en activo más longeva de la provincia, contribuye el Centro Comunitario de Salud Mental que, en 1996, ayudó a fundar en el Consejo Popular Sur, poco después de que surgieran estas instituciones en el país.
Su hoja de vida tiene varias páginas. Roles y funciones diversas que Loraine asume con naturalidad: “Fue lo que aprendí. Cuando me formé, se nos dijo que debíamos prepararnos en los ámbitos asistencial, docente, investigativo y de dirección…, y los he ejercido todos.
“Fui directora del hospital, siempre he estado vinculada a la formación de las nuevas generaciones, y la investigación ha sido una constante, pero nunca, me aclara, he dejado de trabajar con los pacientes. Es mi pasión”.
Y la pasión, cómo no, te empuja. “Gracias a esta profesión, al amor por mi trabajo, la ayuda de mis colegas y hasta pacientes y sus familiares, he podido superar muchas circunstancias difíciles, incluido el cuidado de mis padres enfermos que asumí enteramente, como hija única que soy”.
Es una guerrera que, reconoce, también tiene que agradecerle a su profesión una manera de ver la vida que le ha permitido crecerse ante las adversidades, y salir entera de las batallas.
Sentados en la sala de su casa, bromea sobre la ayuda que recibe de su nieto en la lucha de “andar en el teléfono”, y cómo ha ido sorteando barreras tecnológicas para mantener viva su pasión de investigadora, que no conoce límites.
No piensa mucho en el futuro, porque “todavía es necesario estudiar, mantenerse en constante intercambio; no podemos dejar pasar nada por alto, ni pensar que lo sabemos todo”.
Se mantiene atenta a todo, a la sociedad que evoluciona y la transformación de los estilos de vida: “La siquiatría ha cambiado tremendamente y los retos son mayores. Las tecnologías ayudan o se convierten en obstáculos, según su uso. Están apareciendo nuevos trastornos, y es vital que la población disponga de herramientas para manejar el estrés y adaptarse.
“Pero, estima, también hay elementos diagnósticos que requieren de la tecnología, se amplía el estudio del cerebro, aparecen investigaciones, formas de abordar la profesión…”.
Adaptarse, ser resilientes: “no tiene que ver con la edad, sino con la actitud. Se dice, por ejemplo, que los viejos tememos a los cambios, pero no es mi caso, porque trabajo para superarme, y crear por el bien de mi especialidad”, refiere.
Hay orgullo en las palabras de esta septuagenaria para quien, el mejor legado, más que los premios pasados, presentes y, seguramente, futuros “es que la recuerden a como una persona que siempre estuvo pendiente de hacer el bien, de ayudar a los demás”.