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Jordanis el puntistaJordanis en el importante oficio de puntista. La calidad está en sus manos.Lo mejor del mundo, para Jordanis Villalo Lara, es una azúcar bien hecha. Así ha sido durante las dos décadas que lleva trabajando en el central Argeo Martínez de la provincia de Guantánamo, y así debe ser siempre. No me lo dice así, con las palabras, pero se lee alto y claro en su entusiasmo, en la manera en que habla, mira y explica.

Nadie lo hubiera imaginado. A la industria llegó por lo más obvio, lo cerca que vivía del central, y para allí fue. “Hice varios trabajos, un día empecé como ayudante de tacho -tanques donde se echa la masa y se somete a un nivel especifico de presión y vapor, para la cocción del azúcar- y luego me fui a una plaza como puntista B, sin tener muy claro cómo se hacía el trabajo”.

Así comenzó a aprender el oficio, y tuvo sed de más. A los cuatro años de estar allí, responde a una convocatoria para especializarse en la profesión, y regresa listo para asumir un puesto como puntista A, aunque más de una vez le pesó la novatada, porque más que de títulos, el puesto es de tiempo y práctica.

De aquellos primeros años recuerda la vez, en que por distracción, se malogró toda la masa: “Me puse a llorar, sin saber qué hacer, y así me encontró mi jefe de entonces, que me dijo que todos cometíamos errores, hasta los más viejos... Es lo que siempre le digo a los nuevos, cuando pasa algo similar”.

“El azúcar, me dice, es un proceso que comienza desde el surco cuando se corta la caña, y termina en esos cristales dulces que salen de la centrífuga. Todos valemos, y entender ese papel, nos da una responsabilidad muy grande”, reconoce.

Su trabajo como puntista, detalla, “empieza desde que la masa cae en los tachos”. A base de maestría, concentración y experiencia, define el momento exacto en que se debe reducir o aumentar la presión y el vapor, hacer cortes en la masa e irla distribuyendo por los otros tachos.

“La masa, en cada tacho, está en un proceso diferente de cocción. Entonces, yo debo ir revisando cada uno de ellos. Extraigo una muestra de la masa, la coloco en una lámina de cristal, la miro contra la luz, en busca de los granos cristalizados, uso el tacto. Eso me dice el momento justo. Este es un trabajo especializado”, aclara.

Luego va, orgulloso, seguro, al área de laboratorio, junto al dulce que hace solo unas horas ayudó a fabricar: Le exige que sean estrictos, como lo es consigo mismo y con los trabajadores que tiene a su cargo, entre ellos otros cinco puntistas, pues mientras se muela, ahí tienen que estar ellos.

“A los de calidad, les digo siempre, tú pon lo que es, sin mentiras ni pasarme la mano, porque las mentiras tarde o temprano se ven, y el objetivo es que las cosas se hagan bien. Además, porque cuando el azúcar llega al laboratorio, no hay nada que hacer más que trabajar con más calidad la próxima vez. Así soy”, confiesa.

La seguridad, para trabajar entre hierros y candela, y poder salir vivo para contarlo, es otra de sus preocupaciones. “Empiezo por mí, por tener siempre los medios de protección -casco, botas...- y usarlos correctamente, y luego, con el ejemplo, se los exijo a los muchachos de mi equipo”.

Ama lo que hace. Ama poder vivir para hacerlo, y sabe cuán imprescindible es su trabajo en el proceso largo y tortuoso del azúcar de caña. “Si alguien falta, otro debe ocupar su lugar en los tachos. Es simple, sin puntista, no hay azúcar”.