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f0421997 La Jabilla; ataca el buldócer; el marabú se derrumba.

La furia del coloso de metal sobre la arboleda compacta enrarece el ambiente; el aire disemina un «perfume» raro; huele a tierra removida, a petróleo quemado, a vegetación triturada. Pero se respira optimismo.

Buen saldo acaso dejará la batalla por redimir las llanuras que circunvalan a la ciudad del Guaso, sitiada durante años por legiones de marabú establecidas aquí, a la sombra de trastornos medioambientales y de abandonos inexcusables, en medio de un bloqueo maximizado.    

Se adentra Guantánamo en el rescate de áreas productivas aledañas a la ciudad homónima, la sexta más poblada de Cuba, que empieza a romper el «cerco» tendido durante años por la malévola plaga. La batalla,

al mismo tiempo, se libra en disímiles frentes; la sostienen brazos humedecidos por el sudor; manos laceradas por las espinas.

LOS «ARDIDES DEL INVASOR»

Uno hasta podría imaginar que cuando, hace más de 170 años, la Dichrostachys cinerea llegó a Cuba, lo hizo predestinada a plagar de improductividad estos suelos, y que por eso debió adoptar su «nombre de guerra»: «marabú».

Mal discernimiento y pésimo gusto mostró entonces en su elección Doña María Monserrat Canalejos. Sí, como especulan algunos, fue la aristocrática dama quien desde la ciudad de Milán trajo las invasivas posturas para ornamentar sus jardines en Camagüey.

La versión más aceptada al respecto ubica en la segunda mitad del siglo xix el arribo de «la espina maldita» a la Isla, y se le atribuye a barcos procedentes del sur de África, los que, repletos de ultraje inhumano, además de esclavos traían ganado con dieta a base de Dichrostachys cinerea, para fomentarlas aquí.

Hoy pareciera que los dos componentes de la carga complementaria permutaron sus roles, y que en los campos de Cuba el ganado fue pasto del marabú. La planta invasiva, se dice, a la par de la acentuada disminución –aún no revertida– de la masa ganadera de nuestro archipiélago, llegó a convertir casi un millón de hectáreas de pastizales y tierras agrícolas en espacios improductivos.  

Solo en el valle de Guantánamo, al menos en los tres decenios recientes, el marabú, sin que lo atajaran a tiempo, se adjudicó vastas extensiones de suelos destinados antes a producir alimentos.

Desprotegida contra esa invasión, por ejemplo, quedó La Jabilla, que en la última década del siglo anterior había compartido con otra área de Imías los mayores rendimientos del plátano fruta a nivel del país.

A ese pináculo productivo ayudó una máquina de riego de pivote central, considerada entonces como la mayor de su tipo en Cuba; el aparato, que garantizaba el riego de 70 hectáreas, agonizó años después, a la sombra del olvido, y el emporio platanero corrió similar destino.

Esas grietas dieron lugar a infiltraciones del marabú; y allí, donde Guantánamo tuvo una garantía de cultivos para alimentar a la población, irrumpió el «espinoso ejército» de la selva africana. Es la misma historia de otras zonas periféricas de la urbe.

 

ROMPIENDO EL «CERCO»

De lejos parece un manojo de hilos flotantes en posición vertical, coronado por un hongo espumoso y denso. De cerca son eyecciones ruidosas, bocanadas de furia grises, humo que libera el tubo de escape cuando el buldócer va por «el enemigo».

La máquina da marcha atrás; el retroceso brevísimo, «táctico», antecede a la próxima arremetida; delante, nada se le resiste al coloso que vuelve a retroceder y repite mil veces la maniobra.

Columnas enteras de marabú se retuercen, se parten, terminan convertidas en amasijos de troncos, hojas, ramas, cogollos; metro a metro se viene abajo la prepotencia del incómodo arbusto; el mito de sus «legiones impenetrables» desaparece entre las tenazas del «monstruo» guiado por un operario audaz.

De aniquilar los marabuzales se ocupan la Empresa de Servicios Técnicos Agropecuarios, las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y el Ministerio de la Construcción en el territorio; los apoya un campesino en posesión de un buldócer; y, una vez liberado el suelo de marabú, interviene otro pelotón de la Empresa Agroindustrial de Guantánamo, con el encargo de dejarlo listo para la siembra.

El rescate de áreas agrícolas empezó hace dos años en Arroyo Hondo, en áreas ociosas que su propietaria (AzCuba) le cedió en calidad de préstamo, hasta 2030, a la Agricultura. Primero se rescataron 50 hectáreas, y otras 200 después; ahora se trabaja en medio centenar más, para redondear las 300 en ese sitio.

Otra locación, La Jabilla, solo en 2022 registró 40 hectáreas arrebatadas al marabú y asignadas luego a campesinos y usufructuarios vinculados a la forma de producción cooperativa en la zona.

La redención agrícola continúa en todos los escenarios del anillo próximo a la ciudad, y al cierre del año en curso sumarán 700 hectáreas; las que, recuperadas en las llanuras circunvalantes, entrarán en producción bajo riego, garantía de óptimos rendimientos agrícolas.

Serán tierras estatales entregadas en usufructo para la siembra, fundamentalmente, de cultivos varios y arroz, aunque en ellas también se multiplicarán otros «panes y peces»; fomentar «el plátano y la yuca, con trabajadores contratados, y apoyo de la familia», es intensión manifiesta de Wilmare Leyva Pineda, natural del Valle de Caujerí, usufructuario de 20 hectáreas que explota ya en La Jabilla.  

Un propósito similar anima a Yudín Laffita Estévez, cooperativista que tiene plátano y yuca como cultivos primarios en las dos decenas de hectáreas que, bajo su responsabilidad, emplean a seis trabajadores, y esperan añadir otros cuatro.

Frutos del mismo esfuerzo asoman también, en Arroyo Hondo, donde tierras recuperadas, como las que el labriego Pedro Manuel Dorado explota en calidad de usufructo, ya registran halagüeñas entregas. En esa misma localidad, Raúl Díaz optó por sembrar calabaza y maíz, aunque a este último lo amenaza la falta de riego, asociada a dilemas eléctricos y al banco de transformadores.

Pronto llegará la rehabilitación del drenaje, crucial en áreas salinizadas. Y, para el rescate de un polo platanero en Chutines, ya se reaniman electrobombas y sistemas de riego.

QUE NO VUELVAN EL DESCUIDO Y EL MARABÚ

No dejar que resurjan marabuzales allí, donde fueron eliminados, sería como indemnizar desde la conciencia y la previsión. Similar efecto tendría reducir el costo económico del desbroce, y la extracción de aportes compensatorios al «malhechor».

Dicen que, además de dar un carbón de atributos insuperables, existen añejas y ¿engavetadas? experiencias de marabú convertido en alimento proteínico que aportarían a la producción de carne y de leche, sin sacrificar en ningún caso la calidad.

Bienvenido entonces el rescate de tierras ociosas e infectadas de marabú, aunque demande maquinaria, y petróleo que el Gobierno del territorio, pese a la tirantez energética, trata de garantizar, dada la prioridad que tal empeño merece.

El otorgamiento de áreas agrícolas también contempla necesidades de autoconsumo de organismos estatales; ojalá que sepan aprovechar la oportunidad, tal como ya lo hace la Región Militar.

Un estudio realizado el pasado año identificó 1 900 hectáreas en desuso en el municipio de Guantánamo; hacia ella van ahora, para acabar de sacarse la espina. Menester será no dejarse engatusar por esa imagen de área totalmente libre del «invasor», tras el paso de los buldóceres; el marabú deja raíces en el subsuelo (su «retaguardia»), al menor desliz resurgirán los rebrotes.

Ya «la espina maldita» no señorea en estas tierras con la impunidad que lo hizo cuando era su cómplice la abulia; ahora se le opone la voluntad, en una batalla que es de supervivencia. Si los planes resultan, los «ruidos» llevarán «nueces» a la mesa guantanamera, y a menor costo.

Tomado del periódico Granma