Solo en tiempos de dificultad se conoce la verdadera valía de un pueblo. Solo después de atravesar la noche más larga y el día más oscuro, después de perderlo todo y comenzar de cero, se puede hablar del carácter de un país. De la valentía de su gente.
El huracán Oscar azotó Guantánamo y dejó tras sí un rastro de devastación y sufrimiento. Miles de viviendas quedaron reducidas a ruinas. Algunas -las más afortunadas- conservaron parte de sus paredes y la infraestructura que las sostenía. Las calles se transformaron en ríos de escombros, barridos por las implacables corrientes que destrozaron todo a su paso.
Abundaban las anécdotas de cómo el agua subía, de inundaciones que nunca antes habían ocurrido, de rescates que -de milagrosos- aún parecen imposibles. Las historias de pérdida y sufrimiento se multiplicaban. Familias enteras se refugiaban entre sí, con la incertidumbre y el dolor como únicos compañeros.
Hoy, a casi tres semanas de la tragedia, un huracán sigue golpeando las puertas, ventanas y los corazones de los guantanameros. De las entrañas de la tierra, de lo alto de las lomas, de lo profundo de las aguas del mar brota la cualidad redentora del pueblo cubano, aquella que ni el temporal más fuerte nos puede arrebatar: la solidaridad.
Manos de todas las razas se extienden, unidas por un mismo propósito: auxiliar a quien sea, donde sea necesario. El sudor de los cuerpos que ayudan se mezcla con las lágrimas de aquellos que no hacen sino agradecer por la energía inquebrantable de sus hermanos, y su afán de reconstruir lo perdido.
Ninguna muestra de cariño es poca. Ayudan el joven universitario que aprende -ahora- desde la trinchera del contacto humano; el médico que lleva su vocación humanitaria allí, donde es menester; los linieros y profesionales de la construcción que poco a poco levantan los cimientos de los lugares afectados: llevadera es la labor cuando muchos comparten la fatiga.
Llegan donativos -desde toda Cuba y el exterior- hasta este lado de la isla. Transferencias a las cuentas bancarias, la ropa, los libros y el pan nuestro, de cada día. Se comparte lo que tenemos, y no lo que sobra, porque así nos enseñaron, porque así lo aprendimos.
Es este uno de los afectos de tan delicada honestidad de los que hablaba Martí. "Los hombres necesitan quien les mueva a menudo la compasión en el pecho y las lágrimas en los ojos; y les haga el supremo bien de sentirse generosos".
Es en ese movimiento humano, donde resalta la resiliencia de un pueblo que no se rinde. Donde se aprende que casi todas las cosas buenas nacen del aprecio a los demás. Es la esencia de nuestro espíritu, la savia de nuestra identidad: la prueba fehaciente de que el corazón cubano, aún en las horas más oscuras, late con fuerza y solidaridad.