Esther perdió a su hija menor en un accidente automovilístico, hace alrededor de un año. Desde entonces, apenas se le ve. Sale muy poco de casa. Dice que sobrevive por su nieto, quien cada mañana la inspira a levantarse y a tratar de llenar con amor, ese vacío que dejó en la familia la ausencia de su retoño.

“Era una madre consagrada, hija ejemplar, lo mejor lo compraba para sus padres, vivía con nosotros y para nosotros. No tengo palabras para poder describir el dolor”, dice aguantando el llanto.

En otro extremo de la ciudad de Guantánamo, está Yilian, es enfermera, y sufre similar pérdida. Su hijo falleció siendo solo un adolescente, padecía un tipo de cáncer muy agresivo. “Sabíamos del diagnóstico, pero ¿puede una madre prepararse para enterrar a un hijo? Las leyes de la naturaleza están hechas, al contrario, que sean ellos quienes despidan a sus padres.

“Lo vi apagarse poco a poco, estuve con él todo el tiempo. Parte de lo que fui se fue ese día. La tristeza de tener que continuar la vida sin él, solo lo sé yo. Pero me reincorporé al trabajo, y siendo útil a otros me siento que aún hay una parte de él, en cada día de mi existencia”.

María también perdió a su hijo de 23 años, o más bien, se lo arrebataron. Lo asesinaron otros jóvenes, para robarle sus pertenencias. Los culpables cumplen prisión, pero ella está clara de algo; “nadie puede devolverme a mi pequeño”, dice y mira hacia la salida de su casa, con la certeza de que no lo verá entrar, vociferándole las palabras que le endulzaban el alma:” vieja linda, ¿Qué tienes por ahí pá mí?

“Han pasado 10 años y su cuarto sigue igual, cada cosa que dejó está allí. El pomo de perfume preferido, la ropa… Necesité ayuda psicológica, fuí al siquiatra, tomé antidepresivos… no tenía fuerzas ni para abrir los ojos, mucho menos alimentarme o ducharme. Hasta que asumí que nada de lo que hiciera lo traería de vuelta.

“Un día me levanté porque comprendí que él, esté donde esté, no le gustaría verme así, hecha pedazos, muriendo de a poco, y sumando al dolor, que también tenían mis otros hijos, mi esposo, la familia, los amigos… mi depresión.

“Entonces me reinventé, volví a armarme en trozos, y no soy la misma María de antes, pero he tenido que seguir, porque el amor no alcanza para revivirlo, pero sí para continuar”, asegura, mientras limpia una lágrima, que rueda silenciosa por su rostro.

Esther, Yilian y María son nombres ficticios con historias verdaderas. Fue muy duro escucharlas relatar, con mucha más entereza de la que alguien podría esperar, cómo sobreviven, en medio del dolor, a un fenómeno antinatural, inhumano e incoherente.

Para ellas ha sido difícil. Han tenido recaídas, han sentido culpa, remordimiento, pero han seguido. Aseguran que no son valientes, ni tienen super poderes, solo han sobrevivido al dolor más grade que pueda existir, afirman.

Ellas han juntado ese amor por el hijo que se fue para seguir amando, con pequeños pasos, como cada una pueda, o sienta, y sobre todo, porque tienen el don, de ser madres.

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