Cierro la puerta el domingo, pero el lunes, ¡ay, el lunes!, ya no la pude abrir.
Todo fue difícil. Intento sentarme en la cama y es casi imposible, la sábana húmeda me ‘jala’ por la espalda mientras labios y dientes parecen castañuelas en plena función.
Quise poner los pies en el piso, otro reto inútil. Los dedos engarrotados y en las plantas como si crecieran espinas.
Cuento hasta tres y me incorporo con ayuda de la cómoda que recibe las manos sin fuerza y también adoloridas y empujadas por los codos y hombros que siento se quiebran. Las rodillas fallan y caigo otra vez en el lecho.
Duele todo el esqueleto y creo que hasta las pestañas, las uñas o qué sé yo. No caben dudas, me cogió “eso que anda”.
Por los síntomas parece ser chikungunya, no obstante, siete días habrá que esperar para confirmar, en tanto el mosquitero, según dicen, será el mejor aliado para evitar contagiar a otros.
Debajo del mosquitero el tiempo parece detenerse mientras pierdo el apetito, pierdo peso corporal, yo que no tengo mucho, y pierdo hasta lo que no tengo y las ‘alas de murciélago’ son más pronunciadas.
Debajo del mosquitero descubro cientos de dibujos en el techo de fibro marcado por el tiempo. Siento el andar de mi octogenaria madre que, como hormiguita laboriosa, recoge y hace. Se sabe “en lista de espera, y por si le llega el turno no quiere dejar cosas pendientes”. Y yo pido en silencio que ella no enferme. Cuando estás bajo el mosquitero te vuelves egoísta y quieres que el mal sea solo para ti y no alcance a los tuyos, sabiendo que todos están en el visor.
Días de mosquitero, en el que trago pastillas cual si fuera una alcancía de monedas. Y entre las tabletas y el vacío estomacal se suman gases que retuercen y duelen como si fuera a infartar. Intento pararme para ir a orinar y me vuelvo regadera antes de llegar al sanitario.
Días de mosquitero en que envías emisario al consultorio médico a informar para hacer control de foco, pero no hay médico ni enfermera, porque también enfermaron, pero igual espero que la pesquisa pase e informe, pero nunca llega.
Descubro dos mosquitos conmigo y decido: “De aquí nadie sale”, como si con eso pudiera exterminar su especie, y al no poderlos matar, ni siquiera sacudir por el dolor en las manos, los obligo a soportar el olor a fiebre y hojas de naranja agria y hasta el ungüento que una solidaria vecina me embadurnó en las articulaciones, un preparado de no sé cuántas yerbas y un poco de ron.
Rechazo asqueada el olor a café que desde la cocina me llega. El sabor amargo en la boca no me lo arranca ni el caldo hecho por La Vieja, ni las golosinas y jugos que de diferentes manos llegan.
Debajo del mosquitero también paso días de precipitaciones. La veo caer a través de la ventana con parsimonia casi burlona, como si la lluvia supiera que con ella el peligro aumenta.
Afuera la vida sigue, la gente anda sin comprender riesgos, como si “esto que anda”, la arbovirosis no fuera un problema de todos y para todos. Mientras, bajo mi mosquitero, el chikungunya, oropouche… o lo que sea duele, y de qué manera.