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fosforosMe sonaron el pasado domingo un apagón de casi 40 libras, sin previo aviso y justo a la hora que, dicen, mataron a Lola: 3 de la tarde. Había acabado de colocar la cafetera en el fogón eléctrico, pero no llegó a colarse el prieto líquido. Tenía muchas ganas de tomar café, así que me propuse una variante, meterle mano a la hornilla de carbón y colarlo a la antigua.

 

La compuse, pero en el momento supremo de hacer realidad el fuego, no encontré ni este fosforito. No me di por vencida. Me compuse para salir en busca de candela. En ese punto del no proceso de colar café, me hice dos preguntas clásicas del periodismo: ¿Dónde y con Quién?, fueron las primeras. ¿Cuánto dinero debo llevar?, fue la otra interrogante que me hice a mí misma.

 

En una candonguita, obtuve la primera respuesta. En casa de Ana Delia, la segunda. Y mínimo 50 pesos, fue la respuesta al tercero de los enigmas.

 

Y efectivamente, encontré fósforos a un precio inferior al mínimo planteado: a 30 pesos. Por una experiencia anterior iba pensando en una cajita hermosa de color amarillo con un león de color rojo ilustrado en una de las caras de la diminuta caja y rayadera en dos de sus costados más estrechos. No decía cuántos cerillos contenía el envase, pero recuerdo que eran 100 fosforitos, con el cuerpo de madera, todos del mismo tamaño y con sus cabecitas. Prendían de maravilla. Con ninguno me quemé los dedos, ni uno solo me abrió un hueco en un pijama, ni me quemó un muslo, ni el dedo gordo del pie derecho… porque no los compré en mi bodega. Tenía hermosos recuerdos de aquella cajita.

 

Bueno, el caso es que una vez en casa de Ana Delia, frente a su estante de venduta, entre jabones, calzoncillos, refrescos instantáneos, ajustadores, fideo, toallitas para secarse las manos, espaguetis, mentol… no vi la cajita de mis recuerdos, y pregunté ¿se le acabaron los fósforos de la cajita amarilla, vecina?

 

-Sí, esos volaron, son de afuera y estoy esperando un paquete que me traen de Sudáfrica en el que me vuelven a mandar. Ahora tengo nacionales, al mismo precio de aquellos, me respondió.

Lo lamenté y no me quedó más opción que meterle mano a los nacionales, que a esos los conozco muy bien y no son precisamente hermosas mis experiencias con los susodichos. Nada que ver con mis vivencias de aquellos fosforitos de la caja amarilla con el león ilustrado.

 

Pues compré mis nacionales fosforitos y de regreso a casa iba observado a la pobre cajita hinchada porque parece que le echan más de lo que en realidad le caben.

 

Lo primero que sufrí, fue la pérdida de la cabeza de 9 fósforos que jamás prendieron. Bueno sí, uno largó la cabeza prendida y le abrió un hueco a las zapatillas que calzaba. Lindos zapaticos míos que bien caro me costaron en el revolico guantanamero.

 

Entonces, mientras colaba mi café, observaba mi cara cajita de fósforos. En uno de sus costados tiene escrito que contiene 70 unidades. Las conté eran 108. Los puse en fila sobre la mesa y de esa cantidad aparté 50. Entre esos, 38 estaban decapitados y deformes. Cuatro eran largos y flacos con pullas en la cabeza, feísimos. No parecían fósforos. Cinco eran gemelos unidos por una cabezota del material que les da nombre. Tampoco parecían fósforos, se veían horribles. Y tres era enanos y raros. También estaban lejos de parecer fósforos.

 

Seguí observando. En otro costado dice que pertenecen a la fábrica Caridad Pérez Pérez, de Manuel Tames, Guantánamo. Sentí vergüenza porque no se honra con tanta chapucería a una capitana del Ejército Libertador, y me dije, ¿por qué la ilustran con una imagen de la capital, exactamente del convento de San Francisco de Asís, y no con una imagen de nuestra provincia? No es provincianismo barato, es simple lógica.

 

Mientras tomaba mi riquísimo café, volví a mi pobre cajita. Ya no estaba hinchada, pues solo me quedaron, en el tortuoso proceso previo al disfrute del negro que cuando no lo tengo junto a mí, caliente y sabroso, me enloquece, 22 tristes fosforillos.

Se me ocurre tomar un fosforito casi sin cabeza y pasarlo sobre la rayadera. Como por arte pirotécnico, no sé ni cómo, se prendió completa y tuve que lanzarle un jarro de agua para evitar tener que llamar a los bomberos.

 

La tomé del suelo, toda chamuscada y húmeda mi cara cajita de fósforos.

 

La guardé dulcemente en un aparador y ahí está ahora, poco después de las 12 de la noche, toda quemada y fea y sin saber el tronco de desprestigiada que le estoy dando. Pero le acabo de decir que por favor, no esté triste, que no llore de pena por todo lo que me ha hecho sufrir este domingo. Ella no tiene la culpa, tampoco el río…