Paula Leyva Duperey a sus 74 años conserva una firmeza dulce, de esas que distinguen, o deben hacerlo, a quienes practican el magisterio. Sus manos, a veces temblorosas por los años, muestran las huellas de más de cinco décadas de labor moldeando el alma y el conocimiento de cientos de niños.
La miro mientras imparte sus clases en el quinto grado de la Escuela primaria Pedro Hernández Segura y en cada gesto, letra o fecha histórica grabada sobre el pizarrón parece como si regresase en el tiempo, a sus primeros y apasionados días como maestra.
“En 1970, dada la necesidad que tenía el país, me incorporo a esta noble labor. Entonces no era licenciada, pero la urgencia de esos años empujó a muchos jóvenes y respondí. Comencé a estudiar entonces en los sistemas de preparación pedagógica de la época. Hice cinco años de carrera por estudios dirigidos, los sábados, y en 1975 obtuve mi título de maestra primaria”.
La primaria, sí. Me afirma. Esa enseñanza marcó su destino. Y en especial el primer ciclo. “Siempre trabajé primero y segundo grados, ese es el microciclo donde más años pasé. Me gustaba mucho el primer grado”, dice. Cuando le pregunto por qué, suspira con cierta nostalgia: “Porque ahí tú coges al niño con su mente limpia, y eres quien se la va formando con valores y conocimientos”.
Gran parte de la vida de Paula transcurrió en Baracoa. En 10 años llegó allá hasta ser promovida como jefa de ciclo en la Escuela Manuel Fuentes Borges, en La Playa. A la par, continuó estudiando. En 1990 se hizo licenciada.
Entonces su camino tenía reservado un regreso especial. “Yo estudié en la escuelita rural de Joa, Baracoa. Allí volví una vez que sentí que estaba más preparada. Trabajé un año, entre lomas, como maestra de multígrado. Me caí varias veces; una vez hasta se me regó el líquido de la rodilla”, ríe, recordando el sacrificio y la terquedad de la vocación.
Después se mudó a San Antonio del Sur para estar más cerca de su hija, pero su corazón siempre se mantuvo atado a la serranía y a las aulas. Por eso cuando finalmente llegó la jubilación, que parecía el cierre natural de una vida de entrega, ella decidió volver a contratarse en el sector.
“Doce años más he trabajado de contrato. Una se reincorpora por amor. Porque ya tú te acostumbras a dar clases y no hay otra manera de sentirte a gusto”, detalla.
Durante la conversación emergen anécdotas que revelan el impacto silencioso de su labor. “Una vez estaba en el hospital”, cuenta, “y un joven pidió que me dejaran pasar. ‘Profe, ¿usted no se acuerda de mí? Usted sigue igualita’, me dijo el muchacho, y comprendí que era uno de mis hijos del aula. Eso pasa dondequiera. Uno no es una persona más: uno es la maestra”.
También recuerda el día en que reprendió fuertemente a un alumno inquieto. “Entonces puse la mano en la mesa y sentí que me la están besando. Me dio un sentimiento aquello que lloré, bueno más bien lloramos los dos. Ahí supe que a veces lo que les falta a muchos pequeños es cariño, no disciplina”.
Paula observa hoy la educación con preocupación. Con la seguridad de quien conoce cada “ladrillo” del sistema repasa sus inquietudes. “Faltan maestros, y la vida te choca… los salarios no alcanzan, pero aun así, tenemos que seguir formando maestros y hay que estimularlos, en especial a los jóvenes que deben continuar este legado hermoso cubano”.
En la familia de Paula, el magisterio es un río que se desborda: 11 hermanas, cuatro de ellas maestras por vocación. Cada una entiende que la maestra no se queda en la escuela: vive en la cola del pan, en la farmacia, en cualquier sitio donde alguien le diga “profe, pase”.
“El maestro debe ser ejemplo dondequiera que esté”, sentencia con la fuerza de quien lo ha vivido. “Un modelo de la sociedad. Tú tiras “una maestra” en la construcción -dice- y te queda el edificio recto, así debe pasar en la vida”.
Le pregunto por algún sueño o deseo inconcluso como profesional y no duda. “Que mis alumnos aprendan. Que amen a la Revolución. Que no abandonen su país. En el aula se puede sembrar eso, poquito a poco, como una semillita y que hablen de Fidel todos los días”, dice con firmeza.
Para Paula enseñar nunca fue un empleo: fue una forma de vivir, de resistir y de amar. La maestra que nunca se fue -ni piensa irse mientras la salud se lo permita- me da las gracias cuando termino de entrevistarla, pero soy yo quien debería agradecerle. A lo lejos, mientras guarda sus papeles, y me despide, escucho cómo vuelve a repetir algo que resume toda su historia:
“Una vez maestra… maestra para siempre”.




