estampaDetrás de mi casa, cerca de la barriada norte, hay un rincón donde la ciudad muestra su contradicción más cruda: un vertedero improvisado, un monstruo de bolsas rotas, cajas de cartón aplastadas y restos de comida que el sol convierte en un olor espeso.

Los vecinos se quejan, claro. “Comunales no recoge”, dicen, pero cuando el camión anaranjado pasa, puntual como un milagro, las bolsas vuelven a aparecer al día siguiente, como si alguien las esparciera en secreto bajo la luna.

Fue allí, entre el olor agrio de los desechos y el zumbido de las moscas, donde la encontré: una vecina de cabello cano y andar lento, con una bolsa negra en la mano. La vi vacilar un instante, como si midiera la distancia entre su conciencia y el montón de basura ya acumulado. Luego, con un gesto rápido, la dejó caer al lado, no dentro.

-Señora -dije, sin poder evitarlo-, si va a botar la basura, al menos métala bien.

Así no la esparcen los perros. Ella se volvió, lenta, pero con una chispa de indignación en los ojos.

-“¿Y usted quién es para decirme a mí?”

-La voz le tembló, pero no de fragilidad, sino de ese orgullo herido que solo dan los años. “Los jóvenes de ahora son unos faltos de respeto. ¡Nadie les enseñó a hablarle a los mayores!” Ahí estaba: la ironía, servida en bandeja de plástico desechable.

-No es falta de respeto, tía -intenté explicar. Pero si todos la dejamos así, esto nunca se va a arreglar. Ella resopló, como si mi lógica fuera otro tipo de impertinencia.

-Mira, muchacha, yo tengo 78 años y toda la vida he tirado la basura aquí. ¿Ahora me va a venir usted a dar lecciones?

No dijo más. Dio media vuelta y se marchó, dejando atrás no solo la bolsa, sino también una pregunta incómoda que flota sobre el vertedero: Hay algo que molesta más que la irresponsabilidad: que te la señalen. Y si quien lo hace tiene menos de 30 años, entonces la ofensa es doble.

“¿Quién te crees? En mis tiempos esto no pasaba, los jóvenes de ahora son irrespetuosos”.

La basura que nadie quiere ver. Los camiones pasan, los trabajadores de Comunales barren, sudan bajo el sol, y al otro día el vertedero reaparece, como un fantasma que se alimenta de indiferencia.

La señora ya estaba lejos, pero su bolsa seguía allí, descuidada como un testigo mudo. Un perro callejero se acercó, olfateó y la rompió con un movimiento rápido.

Los desperdicios se esparcieron mezclándose con los de ayer, con los de siempre. Alguien, en alguna casa cercana, volverá a quejarse mañana. Y el ciclo, absurdo y repetido, seguirá su curso.

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