Allá por el noroeste, donde termina la ciudad de Guantánamo, a unos metros de la renombrada Vocacional, existe un área no residencial conocida como Los amarillos, en alusión al color del uniforme de quienes controlan allí el funcionamiento de una pequeña terminal de pasajeros. Pues en ese espacio populoso, entre los barrios de Palmira y San Pedro, he sido testigo de sucesos sorprendentes.
Hace unos días, por ejemplo, un tipo mal hablado que vendía unas tabletas de algo que llamó maní, aunque la gente juraba que parecía harina de maíz o no sé qué cosa tostada, le asestó tremenda paliza a otro que, con buenos modales, reclamó por la mala calidad y el precio elevado del diminuto dulce. Le partió la boca de un solo trompón y le dejó colgando de un hilo un diente. Nadie dijo ni hizo nada para impedir que se alargara la pelea y las consecuencias para el que resultó apolimado a golpes. Es cosa de ellos, se limitaron a decir algunos. Algo se sabrán, alegaron otros.
No es una zona violenta, pero digamos que sí un poco caótica. Pues en ese lugar y entorno comenzó la historia que les cuento.
En Los amarillos hay una cafetería que siempre está repleta y no precisamente porque lo que se vende sea muy apetitoso, sino porque es la única de por allí. Ese día solo expedían pan con unas tajadas de jamón y queso que, la verdad, no sé cómo les salen tan delgaditas.
Llega la mujer de unos 40 y tantos años, toda estirada y vestida como para una recepción o algo similar, y pide “un bocadito de esos”. Agrega que no importa si le cobran más, pero quiere lascas no tan finas. A través de un minúsculo ventanillo la dependiente solicita al elaborador:
-Uno doble para la señora.
-Ponga otro, pero sencillo, por favor, dijo casi al mismo tiempo un anciano de humildísima estampa.
Al instante, una bandejita con los dos emparedados en el mostrador. El hombre se adelanta, toma los dos, y extiende uno a la mujer estirada. A ella le pareció un insulto.
-¿Pero a ti quién te mandó a coger el mío, con tu manos sucias?, reclamó ella, a pesar de que el caballero lo tomó por un costado cubierto con papel.
-Ay, perdón, solo quise ser amable, hija.
-No eres mi papá, ni te he dado confianza.
-Disculpe, señora.
-Disculpa ni disculpa. Lanzó el alimento para la acera y agregó:
-Ponme otro, ordenó a la empleada. Y tú ni te atrevas, soltó al abochornado hombre, quien le respondió:
-Tan estirada y mira cómo tiras eso en la calle.
-Vete al diablo, gritó la mujer.
De allí salieron los dos por el mismo rumbo. Y yo detrás, buscando el final de la historia. La ''estirada'' apura su andar para alejarse del noble señor. Él también aprieta el paso. Ella se detiene y le ''dispara'' un montón de groserías más. No se da cuenta de que está parada frente a una alcantarilla sin tapa y... pum, cae en el hueco hasta el cuello. Se da en la mandíbula y sale volando de su boca una prótesis dental.
Con aquella cavidad desocupada seguía ofendiendo al hombre que, tirado en el piso, buscaba desaforadamente devolverle la dentadura. La encuentra. Saca un pequeño pomo con agua del bolsillo trasero de su pantalón, le limpia la suciedad y la devuelve a su sitio. La ofensiva todavía en el foso.
Tratamos de levantarla. Pesadita, pero logramos sacarla. Tenía el tobillo dislocado y le sangraba. Lloraba. El hombre, loco, busca en qué trasladarla al hospital, por suerte bastante cerca de allí. Aparece un triciclo eléctrico.
-Por favor, para llevarla al médico, mira cómo tiene el tobillo, dijo el anciano.
Y para arriba del triciclo él y yo con aquellas ciento y pico de libras, pues el conductor, joven fuerte que, con una sola mano la podría colocar sobre el vehículo, no movió un dedo. Movió, eso sí, la lengua para decir que eran 150 pesos por una carrera de cinco cuadras y preguntar quién pagaba.
-Yo, yo te voy a pagar cuando lleguemos, pero dale, arranca, mira cómo está.
-No, pague ahora, que si allá a’lante hay un policía y me coge me echan a perder el día, porque no tengo licencia. Y con toda su santa calma, cobró y arrancó.
Le dije adiós al anciano, sobre cuyo hombro descansaba su cabeza la adolorida mujer, quien en medio del tropelaje no se cansaba de decirle, perdóneme señor, perdóneme por haberme portado tan mal con usted.
El señor solo le respondía, tranquila, hija, tranquila.
Comentarios
¡Qué historia!
Si casi todo lo que leyéramos fuera así de interesante, independientemente de la naturaleza de lo acontecido!?
Bien por la periodista, bien por Venceremos!
Saludos
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