La autora con los niños de la historia.Los niños son los garantes de una sociedad futura empática y justa, de ahí la importancia de que los adultos seamos responsables en su educación y contribuyamos, incluso, a la gestión de sus emociones y juegos, aunque a veces no sepamos cómo hacerlo.
Así pensé recientemente cuando al pasear a las mascotas de casa por un campo de pelota cercano, disfrutaba al ver a niños volando papalotes, algunos divertidos y otros con la maldad en los ojos, empeñados en cortar el hilo para que se “fueran a bolina” los papalotes ajenos.
Linda pintaba la tarde y todo un acontecimiento el bailar de las cometas de diferentes tamaños, materiales y colores en el aire.
Uno de los infantes, cuyo nombre nunca supe, pero eso no es lo más importante, recoge el hilo y arrastrando su entretenimiento se acerca al grupo observador. Comenta que ya estaba aburrido de eso, que quería otro juego, y se tiró cerca de mí, sobre la yerba seca, como pensando en otra actividad.
¿Vamos a jugar a la bomba?, propuso el más pequeñín de todos.
¿A las bombas?, pregunté tratando de entender a qué se refería y de inmediato comenzó a simular sonido de explosiones con la boca, corría, se tiraba en el suelo y con sus manitos cubría el rostro.
Sus amigos lo siguieron y yo también corrí cerca de ellos, y las perritas conmigo, caí en el suelo entre todos, y le dije susurrando como para que nadie escuchara “no, a las bombas no”· Curiosos me miraron y el más grande dijo “está loca, dice que no y corre igual que nosotros”.
En la misma posición de acostados y como cubriendo mi cabeza de “algún proyectil” les dije que en Gaza, en un país llamado Palestina, hace 15 meses las bombas han acabado con la vida de miles de niños, y no precisamente por estar jugando con ellas. El más pequeño de todos me miró curioso, en tanto otros se interesaron por saber más.
Les comenté, que, en ese mismo lugar desde el 7 de octubre de 2023, sólo aparecen escombros grises a causa de estallidos de bombas o misiles, y entre ellos lo mismo rescatan el cuerpo de una niña con un pantalón color rosa o de cualquier color, o un varoncito con su azul pulóver. Niños que no llegarán a crecer, les dije.
Sus ojos se abrían según yo hablaba, el pequeñito se rascaba la cabeza, otro se sentaba y el resto acostado guardaba silencio.
También les conté que había visto en Internet a Mohammed Abu Louli, un niño como ellos que estaba sentado sobre una camilla. Que su cuerpecito temblaba y la respiración se agitaba. Que tenía los ojos completamente abiertos, desorbitados, y que de ellos salía el dolor y no lágrimas. Estaba muy asustado por los efectos de las bombas.
Al parecer comprendían lo que les contaba, pues los ojitos a todos les brillaban, el silencio los atrapaba, y uno de ellos, el más grande, apretaba los labios y ahogaba un suspiro.
Les narré que dos chicas, una llamada Hanna y otra llamada Musk, de 4 y 3 años, respectivamente, ya no podrán correr ni patear pelotas ni saltar, a menos que usen prótesis y se adapten a ellas, pues sus piernecitas fueron mutiladas en uno de los bombardeos.
Pero les dije, además, que a pesar de que se había acordado el alto al fuego ha quedado una estela de destrucción, la población sin vivienda que la ha obligado a desplazarse a otros sitios y al final muchos, pero muuuuuchos ya no vivirán para contar.
Yo no sé si me entendieron, pero parece que sí, porque el más pequeño del grupo, el mismo que había propuesto el juego a las bombas, se paró del suelo, sacudió su ropa, me miró y dijo a los demás:
“vamos, vamos a volar papalotes al cielo”.