Me ha llamado un viejo profesor. Fue el ídolo de cuantas clases tuvo en su larga carrera pedagógica. Tuve el privilegio de ser su alumna en una feliz y definitoria etapa de mi vida estudiantil, cuando ya tenía claro que lo mío serían las letras y era zurda en Matemáticas, la asignatura de su pasión.
Pues se ha comunicado conmigo esta semana. Me dijo que después de un desagradable encuentro, Santiago, otro de sus alumnos del pasado, va a verlo a cada rato y se gasta muchas atenciones con él; que le vende en su kiosco las verduras y flores que cultiva en su patio mi viejo profesor, y a veces va con su hija y su esposa y le dejan la casa reluciente, como la mantenía su fallecida compañera de casi toda la vida.
-Por cierto, Haydée, ¿conservas el libro que te regalé hace años?
-Sí, Malcolm X, la autobiografía del líder de la minoría negra norteamericana... es fabuloso, Profe.
-Cuando puedas me lo traes, para que Santiago lo lea.
-Con lo que usted y yo vivimos con él, no me creo que le interese leer.
-No, qué va, lo que pasa es que hay personas que se contagian con la falta de empatía y honestidad que tanto abunda por ahí, ¿no viste la facha y la conducta de su jefe?
-Sí, un desastre, pero eso no lo justifica...
-¿Oye, sabías que Santiago estudió en el Pedagógico y que trabajó varios años en una secundaria?
-Sí, pero lo dejó...
-Pues lo he convencido para que vuelva a las aulas, y si no es este curso, en el próximo lo veremos, me han dicho que era un excelente profesor, ¿sabes de qué?, de Matemáticas, hija...
Estaba muy feliz mi viejo profesor.
Pero para entender esta historia, tengo que contarles el principio, y es a lo que voy.
Hace un par de meses, me encontré al Profe en una esquina, al suroeste de la ciudad, y a pesar de haber transcurrido casi 20 años desde la última vez que lo había visto, enseguida lo reconocí.
Resulta que ambos íbamos al mismo lugar. Al 7, sitio donde hay de todo lo que necesites en esta tierra, solo que los precios andan por el cielo y los modales de algunos vendedores por el subsuelo, sin hablar de las abundantes ilegalidades.
Le digo que lo llevaría a un kiosco cuyo dependiente es mi amigo. Que no me fía (ni tampoco se lo he pedido nunca), pero me deja escoger lo mejor y me lleva suave con los precios. Él arrastraba sus pasos. Ya tiene 84 años el hombre que, cuando lo conocí siendo aún estudiante del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, era todo empuje.
Quien está sentado frente al mostrador es el que me lleva suave con los precios. Está muy ocupado con su móvil, enviando, vaya usted a saber a quién o adónde, manitos, caritas sonrientes, corazoncitos rojos..., pero al tercer: “Buenos días y cuánto cuesta esa 'mano' de plátanos”, le responde al Profe, sin dejar a un lado su teléfono:
-180.
-¿Todas las que exhiben? Porque algunas ''manos'' tienen mejor y más cantidad de ejemplares que otras.
-Se vende por manos, no importa cuántos ''dedos'' tengan. Es lo que hay, ¿los va a llevar o no?, vuelve a contestar sin mirar al cliente.
-No. ¿Y los tomates?
-300 la libra.
-¿Igual, de cualquier tamaño, verdes, maduros o dañados?
-Oye, ¿vas a seguir en lo mismo?, tú no sabes que...
Me reconoce. Se queda absorto y me pide disculpas, a mí, no a quien ha maltratado como le ha dado su soberano deseo.
-Oye, Santiago, ¿sabes quién es este señor?
-Discúlpame, mi amiga, ¿es tu papá?
-No. Es nuestro antiguo profesor de Matemáticas.
-Claro, sí, ¡ay!, Profe, discúlpeme, la verdad que no me di cuenta. Pida, pida y escoja todo lo que quiera, que usted fue el mejor profesor que he tenido en toda mi vida... dele, que voy a considerarlo con el precio...
-Nada de eso, si al viejo no le cuadra, que vaya andando, y si acaso lo conoces le vendes a precio de inspectores, replicó descompuestamente alguien que, al fondo del kiosco, sentado en un sillón reclinado contra la pared, sin camisa, en chancletas y con un vaso y una botella de qué sé yo en las manos, dijo ser el dueño del negocio.
-No, compañero, al precio que debieras venderle a todo el mundo, con un tratamiento más ético y una presencia más decente que la suya.
-No le hagas caso, Profe, que está bebiendo. ¿Usted sigue viviendo donde siempre? Prometo que lo voy a visitar, discúlpeme, por favor..., terció mi antiguo compañero de escuela cuando ya nos marchábamos sin comprar nada y sin decirle adiós a nadie.
Estaba muy enojado y triste, entonces, el viejo profesor.