camiones transporte pasajerosImagen ilustrativa

Jan Erik Olsson, bandido sueco, quien logró que sus víctimas después de atracadas le dispensaran amparo y afecto –reacción conocida como el Síndrome de Estocolmo–, rabiaría de envidia en la mayor isla antillana, frente a ciertos personajes expertos en el arte de seducir con engaño.

Puede ser en un taller de enseres menores, en un transporte público particular o estatal, en una unidad de prestación de servicios,... Lugares en el país no faltan, donde el cliente puede encontrar algún “Olsson” criollo con un invierno nórdico alojado en el alma, la mente llena de trampas, y siempre a la espera de que una víctima llegue a él, empujada por los apremios.

Con uno de esos simuladores topó en meses recientes la madre de una de mis colegas. Sembradora de honradez, de virtudes, educadora durante un cuarto de siglo, la mujer acudió a un taller de la mayor urbe guantanamera con la esperanza de encontrar remedio para su averiada olla multipropósito.

Un joven, todo “amabilidad”, escuchó la petición de la cliente en el mostrador, y le respondió “conmovido”: ¡qué pena!, esa pieza no la tenemos aquí. No obstante, sé de alguien que vende una nueva en 150 pesos, si usted la compra yo enjamino su olla, en total son 200 pesos”.

El desespero se apoderó de aquella mujer, tuvo que regresar a su casa sin la solución que había salido a buscar, su salario no le alcanzaba para cubrir la exigencia monetaria de un bribón disfrazado de buena gente. Intenté denunciar el suceso en aquel momento, pero la afectada, henchida de un humanismo que rebasa lo ingenuo, rehusó revelar el sitio y el autor de la estafa, porque, “después de todo –alegó–, el muchacho fue atento conmigo”.

Lo peor es que la infortunada no es la primera y –temo– tampoco será la última víctima que, por compasión o miedo, rehúsa denunciar a los timadores. Me lo confirmó una plática con Martha Ochoa Medina, subdirectora de la Empresa Provincial de Servicios Técnicos, Personales y del Hogar en Guantánamo.

A la instancia en la que Martha dirige, han acudido personas afectadas por prácticas similares, pero con denuncias a medias; casi nunca señalan al tramposo ni a la unidad donde opera, y omiten elementos probatorios sin los cuales, según la entrevistada, es imposible identificar a los malhechores.

Un accidentado periplo me puso ante otra manifestación de ese ¿síndrome…? en la mañana del 19 de agosto pasado, cuando un camión particular, con sus incómodos asientos ocupados y los pasillos repletos de pasajeros, cubría la ruta Guantánamo-Baracoa.

En Alto de Cotilla el cobrador anunció que el vehículo estaba roto y no podría continuar, entonces alguien sugirió la devolución del dinero del viaje. Era lo justo. Sin embargo, la respuesta sobrevino altanera: a cada pasajero le reintegrarían solo diez de los 40 pesos que habían pagado hasta Baracoa.

Los viajeros, encerrados en su propio silencio –que los hizo cómplices involuntarios del abuso cometido en su contra–, quedaron a la deriva en medio del lomerío. Aun así, uno de los afectados pidió comprensión para los dueños del carro, le pareció razonable que sólo devolvieran la cuarta parte del botín recaudado por un servicio que no llegaron a completar.

Ingenuidad aparte, comportamientos de semejante naturaleza pecan de irresponsables, y en estos casos alientan al oportunista a continuar ignorando la decisión del gobierno, de no permitir escalada en los precios de productos y servicios cuyo destino es el pueblo.

El camión “averiado” emprendió de inmediato el regreso a Guantánamo, con las billeteras de sus tripulantes hinchadas. La actitud dócil de medio centenar de cubanos facilitó el jugoso atropello, que luego parecería irrelevante, comparado con actos similares cometidos por otros choferes en Baracoa.

Algunas personas llevaban hasta tres días con sus noches y madrugadas en la terminal de la punta, una de las dos existentes en la Primada de Cuba, abarrotada como tantas veces en un período estival; la lista y la espera parecían infinitas el 20 y 21 de agosto; entonces empezaron a llegar, a intervalo, uno a uno, los “salvadores” de siempre. Era su momento.

Un camión particular, una vistosa camioneta privada y un “pisicorre”, solicitaron viajeros con destino a Guantánamo. Ignoro cómo se llaman los dueños de esos vehículos, pero deberían ser tocayos, porque como nombre les sienta bien sólo uno: “generoso”; cobraron cada pasaje a ¡250 pesos! (10 CUC), y: “hacemo' esto pa' ayudal”, aclaró uno de ellos, con repugnante deleite.  

Los depredadores actuaron a sus anchas, sin la presencia de una autoridad que impidiera la estafa, y frente a un enjambre humano, cuya respuesta, como en los casos descritos anteriormente, no pasó del silencio o de algún murmullo reprobatorio.

Y para colmo, tampoco faltaron los que, como en estado de regresión a la infancia, tuvieron gestos de gratitud para los rufianes; y de nuevo el Síndrome de Estocolmo me daba vueltas en la cabeza. Disipó mi duda un artículo de la experta Lucía E. Rizo, de la Universidad de Guadalajara, quien sostiene con argumentos y datos, que el mencionado síndrome no lo es; se trata sólo de un mito.

Cuando las denuncias, los inspectores, el control popular y el proceder responsable vayan de la mano, tal vez aparezca un síndrome real, pero en la conciencia de quienes tienen manía de seducir con engaños. La historia de los “Erik Olsson” criollos tendrá un final diferente. No podrán hacerse los suecos.

Comentarios   

0 #1 Ale 31-08-2019 21:28
Excelente, y, sobre todo oportuno comentario. Hay q combatir esto sin cuartel. Nadie puede estafar al pueblo y salir impune
Citar

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar

feed-image RSS