El sol de las 8:00 am ya escupía fuego cuando llegué al banco Bandec de Calixto García y Carretera. La cola era un hervidero de gente sudorosa, abanicos de cartón y bolsas de nylon convertidas en improvisados asientos. Me acomodé para la espera eterna, esa que todos los cubanos conocemos demasiado bien.
Dos horas después, cuando por fin crucé las puertas del banco, el aire acondicionado me recibió como un milagro. Me senté en una de esas sillas de plástico azul que parecen diseñadas para torturar, observando el mosaico de desesperación que se desarrollaba ante mis ojos: empleados tras vidrios blindados, clientes revisando por enésima vez sus números, el murmullo constante de quejas ahogadas.
El escándalo estalló en la entrada. La muchacha de la puerta -una joven delgada, con el uniforme del banco demasiado grande para su cuerpo menudo- intentaba contener a un grupo de personas cuyo desespero traspasaba la simple impaciencia.
"¡Coño, déjame entrar!", escuché antes de verla. Una mujer mulata, treintañera, con unos shorts ajustados y una blusa que dejaba ver un tatuaje borroso en el escote. Llevaba un bebé pegado a la cadera y arrastraba otros dos niños que parecían haber salido de una batalla campal.
"¡Yo soy madre soltera! ¡Esto es un caso social, asere!", vociferaba, mientras empujaba con su cuerpo sudoroso. "¡Mira estas tres bocas que tengo que mantener sin ayuda, y encima una cola!"
- "Señora, todos aquí tienen problemas que resolver. Hay que esperar como los demás"- intentó razonar la empleada.
- "¡Qué esperar ni qué... (Sí, esa palabra)!", escupió la mujer, ajustando al bebé que empezaba a llorar. "¡Tú no sabes lo que es parir tres muchachos y que después el padre sea más desaparecido que la harina en la bodega!- exclamaba, como si su evidente maternidad justificara su comportamiento.
Vi el momento exacto en que la muchacha del banco llegó a su límite. Con un suspiro que parecía venirle desde los talones, llamó a una compañera: "Toma, este problema es tuyo", le dijo, y se alejó con pasos rápidos, probablemente a calmarse al baño.
La segunda empleada, curtida en mil batallas similares, cedió. Con un gesto resignado, abrió la puerta: "Pase, señora, vamos a ver cómo la ayudamos". Nadie protestó; algunos hasta parecían aliviados de que el espectáculo terminara.
Pero yo, metiche profesional, no pude contenerme. Me acerqué mientras la mujer recogía una bolsa de plástico repleta de pampers.
"Oye, ¿no te da pena saltarte la cola así?", le pregunté.
La mujer me miró como si hubiera dicho la estupidez del siglo. "Mira, hermana", me espetó, ajustando al bebé que ahora mordisqueaba su collar dorado, "en esta vida hay que ser vivo. Hay que salir como sea, ¿o tú crees que se vive del aire?".
La vulgaridad de su respuesta me dejó sin palabras. A mi lado, una señora de unos 50 años, el pelo teñido de un rubio desvaído, movió la cabeza.
"Ya ves", murmuró, "siempre criticamos a los trabajadores estatales por no poder resolver nuestros problemas, por la cola... pero ¿qué haríamos nosotros en su lugar? Esta gente tiene que aguantar cada cosa...".
Minutos después, la madre salió del banco, ahora caminando con paso tranquilo, la bolsa de pañales menos abultada.
El "caso social" autoproclamado había sido resuelto.
Y, desde luego, sí que lo era.