26 julio pinturaDibujo que representa el momento en que los asaltantes desarman a los guardias en la posta 3 del Cuartel Moncada. Dibujo: René Mederos

–Compañeros, escúchenme– se oyó la voz de Fidel en Villa Blanca, una granjita de recreo en la carretera de Santiago de Cuba a la playa de Siboney, en la madrugada de aquel domingo 26 de julio.

Las conversaciones de unas 100 personas cesaron. Cuando se hizo la calma, les dijo que el objetivo sería tomar el cuartel Moncada en una operación rápida y por sorpresa que no debía durar más de diez minutos. Y expuso el plan:

Los combatientes irían en 16 automóviles. La escuadra del primer auto, aprovechando la confusión que provocarían sus uniformes, haría prisioneros a los soldados de la posta 3 y quitaría la cadena entre los dos blocaos de la entrada. Los carros entrarían al campamento. El de Fidel, al frente, cuando parara los que lo seguían se detendría también. Los hombres saldrían de los autos, penetrarían en la edificación, llegarían a los dormitorios, harían prisioneros a los que se rindieran y a los demás los rechazarían hasta el patio del fondo del campamento.

Un segundo grupo, formado por unos 20 combatientes, se apoderaría del hospital provincial Saturnino Lora, cuyas ventanas traseras daban hacia el fondo del Moncada. Apostados en estas ventanas, los hombres del hospital hostigarían por la retaguardia a los soldados que intentaran huir por esa posición.

El tercer grupo, seis hombres, ocuparía el Palacio de Justicia, desde donde se dominaba visualmente parte de los techos de las edificaciones del campamento. Su misión estaba destinada a controlar la ametralladora en la azotea del club de oficiales y alistados.

Se leyó la proclama que la noche del miércoles a jueves de esa semana redactara Raúl Gómez García. Movidos por un secreto resorte emocional comenzaron a cantar el himno nacional, en un susurro, refrenando sus impulsos de expandir el pecho y gritarlo a plena voz.

No era necesario nada más.

Llevaban 17 meses anhelando ese momento para el que estaban preparados moral e ideológicamente. Comenzaba lo que cinco meses después Fidel definiría en una carta del 31 de diciembre como el momento más feliz de su vida, «aquel en que volaba hacia el combate».

CUARTEL MONCADA

El cuartel Moncada no estaba concebido para ripostar un ataque en gran escala desde el exterior.

En la posta 3 montaban guardia dos soldados. Situado a esa hora en la posición de la posta 1 –en la puerta de acceso al estado mayor– y al mando de las guardias de ese turno se encontraba el cabo Isidro Izquierdo Rodríguez, hermano del jefe de la policía de Santiago de Cuba, comandante José Izquierdo.

Cuando el carro de la vanguardia guiado por Pedro Marrero llegaba a la posta 3, acababa de pasar por allí una de las patrullas de recorrido; procedía de la Carretera Central y tomaba rumbo a la avenida Martí por la calle Trinidad. El carro de la vanguardia pasó por su lado y siguió hacia su objetivo. Los guardias pusieron atención al distinguir los uniformes del auto lleno de hombres y se volvieron para verlos llegar a la posta.

El auto de Marrero se detuvo frente a la posta 3, Renato Guitart salió por la puerta delantera derecha y gritó imperativo: «¡Abran paso, que aquí viene el general!». Los dos soldados de la posta presentaron armas. Pepe Suárez, Ramiro Valdés y Jesús Montané, quienes habían salido después de Renato, bajaron la cadena, les quitaron de las manos los Springfield a los guardias y los condujeron al pasillo bajo el balcón que recorre todo el frente del edificio.

El camino estaba libre, la posta 3 neutralizada. Sin embargo, el cabo Izquierdo, al presenciar de lejos la escena, desde la posta 1, hizo accionar el mecanismo de la alarma y se acercó rápidamente desenfundando su revólver. Ramiro Valdés disparó primero, lo hirió de muerte.

El auto número dos, que manejaba Fidel, seguía al auto número uno de la vanguardia a unos 30 metros, y muy despacio para darle tiempo a que realizara su misión; con Fidel iban Reinaldo Benítez, Pedro Miret, Gustavo Arcos, Abelardo Crespo, Carlos González e Israel Tápanes.

Cuando el auto de Fidel sobrepasaba el hospital militar, la atención de los combatientes que ocupaban el asiento de atrás fue atraída por un guardia que bajaba por esa calle a pasos rápidos, con un cartucho en la mano. Mientras caminaba, miraba con curiosidad el auto dos –de Fidel– y el auto número tres, y en gesto maquinal llevó la mano a su revólver.

Fidel no lo miraba. Tenía la vista fija más adelante, en los soldados de la patrulla que en ese instante estaban de espaldas a él. El grito de Renato los había paralizado de sorpresa, y miraban sorprendidos a los que bajaban del auto número uno para desarmar a los centinelas de la posta 3.

«En ese momento he tenido dos ideas en la mente. Temí, puesto que cada uno tenía una metralleta, que los hombres de la patrulla se pusieran a disparar sobre nuestros compañeros que estaban ocupados desarmando a los centinelas. En segundo lugar, quise evitar que sus disparos alarmasen al resto del cuartel. Concebí pues la idea de sorprenderlos y de hacerlos prisioneros. Eso parecía fácil, puesto que me daban la espalda [...]», explicaría Fidel diez años después, el 26 de julio en Santiago de Cuba.

Entonces ordenó: «Vamos a arrestarlos». Y, al decir esto, disminuyó la velocidad. Ninguno de los ocupantes del asiento de atrás pensó que se trataba de desarmar a la patrulla. Tenían la vista fija en el soldado de la acera. Gustavo Arcos agarró el puño de la portezuela y sacó el revólver, dispuesto a salir, saltar sobre el hombre y apresarlo en cuanto el auto se detuviera.

Se produce entonces una gran confusión que provoca disparos de ambos bandos. Una ametralladora calibre 30 había sido emplazada al frente de la posta 1, a pocos pasos del cuerpo de guardia. Desde esa posición, a unos 80 metros solamente de la posta 3, empieza a barrer toda el área, desde la primera escalera hasta los blocaos, y toda la calle fuera de la posta.  

Mientras tanto, soldados medio vestidos, pero en gran número, salían de todas partes con sus Springfield en las manos. El tiroteo era ya muy intenso, y Montané se dio cuenta de que los demás no habían podido penetrar al campamento. «Nos van a cercar –dijo a Pepe Suárez–, vámonos de aquí». Pepe afirmó con la cabeza y llamó a Ramiro. Llamaron también a Tasende, quien les hizo un gesto con la mano y pensaron que venía detrás de ellos. Sería la última vez que lo vieron con vida.

Así lo hicieron. Pasaron corriendo la calle y se protegieron detrás del murito de una casa. No pudieron lograrlo Marrero, Carmelo Noa y Flores Betancourt. Cuando intentaron bajar del piso superior que daba a la barbería, por la misma escalera interna próxima a la posta 3, fueron barridos por los disparos de la ametralladora. Con Renato Guitart mortalmente herido al principio de la acción, serían los cuatro primeros combatientes que caerían del total de seis que perdieron la vida en el enfrentamiento.

Desde los primeros instantes, el auto de la vanguardia había quedado entre los dos blocaos, y entorpecía la entrada de carros por la posta 3. Pero la inmovilización del auto de Fidel tuvo una consecuencia más desastrosa aún para la acción. Los autos que lo seguían habían recibido la orden de detenerse cuando el de él lo hiciera, y entonces los combatientes debían salir y asaltar las instalaciones que encontrarían a su izquierda.

De haber podido seguir el auto de Fidel hasta dentro del campamento, él hubiera ocupado el estado mayor y los demás habrían inmovilizado en sus dormitorios a la guarnición y llevado al patio trasero. Pero al detenerse el automóvil de Fidel, y salir sus ocupantes, los demás combatientes saltaron de sus autos y dispararon hacia las edificaciones a su izquierda, principalmente el hospital militar.

En ese momento Fidel trata desesperadamente de reagrupar a los combatientes. Aún estaba oscuro. Unos no comprendían lo que Fidel les gritaba. Otros no lo veían.

Algunos ya estaban ocupando posiciones en las casas, frente a los muros del campamento. «¡Adelante!, ¡Adelante!», gritaba Fidel señalando hacia la posta. Corre entonces para el hospital, saca a los que allí habían penetrado y les ordena que entren de nuevo a los carros para penetrar al cuartel. Se monta en el Buick para guiarlos, e intenta arrancarlo pero no lo logra.

De pronto choca violentamente con la delantera del Buick un carro en retroceso desde la posta 3. Fidel sale del auto. Ya el tiroteo ha arreciado. Ve cuando emplazan la ametralladora 30 que podría dominar con su fuego la posición de ellos y comienza a disparar con su escopeta de perdigones; pero, como es lógico, a la distancia en que estaba no podía impedir su funcionamiento, y la calle comienza a ser barrida por los potentes disparos.

HOSPITAL SATURNINO LORA

Cuando todavía nada perturbaba el silencio de la madrugada, los dos primeros autos de la caravana, el de Abel y el de Juan Manuel Ameijeiras, habían pasado a dos cuadras de la posta 3, por Garzón, y después de atravesar la Carretera Central siguieron por calle Nueva hacia la entrada principal del hospital provincial Saturnino Lora.

Al llegar, Abel baja del auto seguido por sus compañeros. Detiene al sereno que guardaba la entrada, sitúa a Gerardo Álvarez y a Wilfredo y Horacio Matheu en el vestíbulo para protegerla; y lleva el resto para tomar posición en las ventanas del fondo del primer piso, las que daban hacia el patio del Moncada.

Apenas ha ejecutado todo esto, cuando estalla el tiroteo. Se parapeta detrás de una ventana, y ordena disparar. Junto con los primeros tiros también se ha oído la alarma del campamento. Unos 100 metros separaban a Abel del edificio del regimiento, y unos 50 del club.

En ese instante, Melba y Haydée, que habían salido de Siboney en el último auto en compañía de Raúl Gómez y del doctor Mario Muñoz, llegan al hospital.

Con la ametralladora situada la noche anterior a un costado del club de oficiales y alistados, los guardias comenzaron a responder con mucha mayor potencia a los disparos procedentes del hospital.

Esa concentración del fuego enemigo llega a hacerse poderosa cuando la calibre 30 ya actuaba contra ellos; también una ametralladora 50 fue puesta a funcionar en el patio del cuartel en dirección al hospital.

PALACIO DE JUSTICIA

En el auto manejado por Mario Darmau rumbo al Palacio de Justicia habían viajado, además de Léster Rodríguez que era el responsable, y Raúl Castro, en el asiento delantero, tres de los hombres de la célula de Guanajay: José Ramón Martínez, Ángel Sánchez y su jefe, Abelardo, Lalo, García. Al arribar al Palacio de Justicia ve que se dirige en dirección a ellos un soldado. Era pequeño, delgado. Raúl le dice a Abelardo: «¡Cógelo preso!». Lalo se acercó al guardia, al que dominaba con su mayor estatura, y lo encañonó.

El soldado alza inmediatamente los brazos. Abelardo le quita la pistola que tenía grabada la bandera del 4 de Septiembre en una de sus cachas y lo empuja para el edificio, al tiempo que le entrega a Raúl la pistola ocupada.

Las puertas del Palacio de Justicia estaban cerradas. Tocan. Oyen los primeros disparos que partían del Moncada. Con la culata de su escopeta Winchester, Raúl golpea la puerta; esta se entreabre y aparece el sereno, un anciano que está desarmado. Lo detienen y penetran al vestíbulo. Le preguntan si hay alguien más allí.

El hombre señala con un gesto hacia una puerta.

En ese instante, ya el timbre de alarma del Moncada está sonando con una fuerza que predomina sobre el ruido de los primeros disparos. «¡Falló la sorpresa!», pensaron todos, pero continúan al cumplimiento de su objetivo.

Sale al vestíbulo un soldado. Perplejo, se deja arrebatar su Springfield sin hacer resistencia. También le preguntan si hay más soldados y el hombre contesta negativamente.

Menos Lalo García, que se mantuvo abajo para custodiar a los tres prisioneros, todo el grupo se encamina al elevador. El ascensor no llegaba más que hasta el tercer piso y, desde allí, una escalera estrecha conducía hasta una puerta que estaba cerrada.

Como no cede, Raúl la rompe de un disparo y se precipitan hacia la azotea. Al rato se les une Léster, que había empezado a disparar para el Moncada desde una ventana del tercer piso.

Muy pronto la posición del grupo del Palacio de Justicia es detectada, y comienza a ser hostigada por dos ametralladoras, la de la azotea del club de oficiales y otra situada en un pasillo detrás de esa edificación.

Para los revolucionarios, el duelo se hace insostenible cuando concentran hacia ellos ese fuego. Temiendo ser sorprendidos y cercados, deciden bajar para ver lo que estaba ocurriendo a la entrada del edificio. Habían sentido cómo disminuían los disparos afuera.

Mientras los demás bajaban, Raúl se mantiene un instante más disparando. Al salir del ascensor se sorprende al ver a sus compañeros paralizados frente a seis hombres armados. En un segundo le arrebata el arma al jefe de los guardias. A gritos ordena

«¡Al suelo!». Los seis militares se tiran al piso y el grupo los desarma. Se disponen a salir y tirar en la calle las armas ocupadas para que los soldados no puedan recuperarlas rápidamente.

Darmau es el primero en ir rumbo al auto y lo pone en marcha. Raúl pregunta por Léster, pero ahora nadie sabía de él. Mientras los demás abandonan el edificio, corren hacia la avenida Garzón y montan en el Chevrolet donde habían venido, Raúl comienza a buscar a Léster en la planta baja, pero no lo encuentra y ya no hay tiempo para más. Decide salir.


CUARTEL CARLOS MANUEL DE CÉSPEDES

Ciento veintisiete kilómetros al noroccidente de Santiago de Cuba, a pocos minutos de marcharse el sereno del almacén de materiales de Obras Públicas cerca de Gran Casino, en Bayamo, Raúl Martínez dio la orden de partir.

La madrugada es serena para los 12 militares que integran la pequeña guarnición en el cuartel de Bayamo. Ocho duermen en la barraca. Uno prepara el desayuno. Dos vigilan y otro está a cargo de la guardia. El resto de los soldados de la jefatura del escuadrón está de pase fuera del cuartel. De repente, un disparo sonó sobre la parte trasera. El soldado Indelecio Estrada corrió hacia la retaguardia de la instalación.

Minutos antes, el grupo de combatientes, con ropas militares, se había acercado sigilosamente a la parte de atrás del área del cuartel, al mando de Raúl Martínez Ararás, quien con Fidel y Abel formaba parte de la máxima dirección del Movimiento.

En silencio, los hombres se arrastran hacia la primera cerca de alambre de púas.

Comienzan a pasarla por debajo del pelo inferior. Los primeros lo logran con éxito.

Pero no conocían un obstáculo situado entre la primera y la segunda cerca: una carga de bolos de madera decomisada en los últimos días.

En el establo los caballos se inquietan. El soldado Navarro gritó: «¡Alto!», y enseguida un disparo lo hiere en un brazo.

El soldado Estrada corre subametralladora en mano, y se parapeta tras una columna.

Después del disparo, los atacantes se hierguen y avanzan.

Desde la punta de la caballeriza, las balas 45, en cortas ráfagas, se dirigen contra los atacantes que se repliegan detrás de los apilados bolos de madera. Desde allí ellos responden con sus armas cortas y fusiles calibre 12 y 22.

Cuando esto ocurre, los guardias que dormían saltan de las camas, empuñan sus fusiles y corren hacia el garaje, la caballeriza y las instalaciones que daban al terreno trasero. Desde allí se guían por las llamitas que salen del montón de madera. Con sus Springfield disparan hacia esas señales. La madera salta en astillas. Perdido el factor sorpresa, el inferior armamento de los fidelistas no puede contrarrestar el fuego de los guardias, y la acción termina en pocos minutos con la desbandada de los revolucionarios.

MOMENTOS FINALES

Casi desde el primer momento, en el Moncada sonó la alarma y continuó con estridente insistencia. Y desde hacía rato el paso por la posta 3 era imposible.

En la calle que conducía a ella, una treintena de hombres escalonadamente hasta más allá del hospital militar podían hacer fuego contra el cuartel con sus armas; pero les era imposible acercarse y menos, penetrar. El ataque por sorpresa se tornó en un combate de posiciones, en el que la inferioridad del armamento y del número no dejaba ninguna posibilidad a los asaltantes. El final estaba claro, aunque a muchos de los asaltantes se les habían acabado las balas, otros continuaban peleando.

Fidel disparaba también ininterrumpidamente, pero nada podía hacer ya para modificar la situación: da la orden de retirada. Al darla, encomendó a Fernando Chenard transmitirla a Abel en el hospital Saturnino Lora y al grupo del Palacio de Justicia. Chenard fue capturado sin haber llegado a ninguno de los dos lugares. Su nombre aparecería en la extensa lista de los asesinados.

Cuando Fidel creyó que todos sus hombres habían partido subió al último carro entre una lluvia de balas. Al momento, sin embargo, se bajó y cedió su espacio a un combatiente herido y quedó en medio de la calle, solo. Comenzó a retirarse caminando por la avenida Moncada hacia la calle Garzón, de espaldas y disparando hacia el cuartel con su escopeta de perdigones. Ya había rebasado el hospital militar, cuando inesperadamente otro auto vino hacia él en marcha atrás, era conducido por el chofer de alquiler artemiseño Ricardo Santana. Fidel se montó, y antes de salir el carro de la zona subieron tres compañeros más.

Fidel ordenó tomar rumbo a la carretera de El Caney. En esos momentos, su preocupación fundamental se centraba en los compañeros de Bayamo. Si habían tomado esa ciudad era necesario unirse a ellos para continuar la lucha; si no lo habían hecho, de todas maneras la seguirá él en las montañas.

Santana, que solo conocía el recorrido que hiciera poco antes desde la granjita, en vez de coger la carretera hacia El Caney lo hizo por la que va a Siboney. Al pasar el puente de madera, Fidel comprendió el error, pero ya habían avanzado demasiado; delante se hallaba el auto que Boris había abandonado cuando se le ponchó una goma.

Fidel ordenó parar. De entre la hierba que bordea las cunetas, salieron y se le unieron algunos de los que allí quedaron sin poder ir al combate, Armando Mestre, Juan Almeida y Orbeín Hernández, entre otros.

Un automóvil se acercó y Fidel lo obliga a detenerse. «Un grupo conmigo y los demás síganme ahí», dijo al montarse en el auto que acababa de llegar. Cuando llegaron a Villa Blanca bajó con sus compañeros, y con 18 de ellos tomó rumbo a la Gran Piedra.

Desde las ventanas del hospital, Abel no podía ver lo que sucedía en la calle que llevaba a la posta 3 del Moncada. Únicamente podía observar el club de oficiales, el resto del área trasera del cuartel a su izquierda y menos de una cuadra de la Carretera Central hacia ambos lados. Cuando los disparos se concentraron contra las ventanas del hospital se dio cuenta de que la posición era insostenible, y que nada podían hacer con sus escopetas y fusiles, todos de pequeño calibre, contra el poderoso fuego de dos ametralladoras.

Abel decidió permanecer en el hospital con su grupo, a pesar de que la instalación no fue cercada en ningún momento. Mucho antes de que el comandante José Izquierdo Rodríguez, jefe de la Policía Nacional de Santiago de Cuba llegara con sus hombres y penetrara por el frente del hospital, Abel y sus compañeros hubiesen podido intentar con éxito una retirada. Pero lo cierto es que decidieron quedarse y aparentar que eran enfermos hospitalizados. Se pusieron piyamas que les facilitaron varias enfermeras y se acostaron en las camas como si fuesen pacientes. De ellos solo quedaría con vida el más joven del grupo, Ramón Pez Ferro; los demás serían apresados y asesinados.

SIGNIFICADO

En lo específicamente militar, el Movimiento inició su primer combate armado en la madrugada del 26 de julio de 1953 con un centenar y medio de fusiles y escopetas, en su mayor parte de pequeño calibre y armas cortas; las perdió todas. Las tres cuartas partes de sus combatientes fueron bajas, entre muertos y prisioneros.

Resulta extraordinario que a partir de ese catastrófico resultado, al que se agrega el impasse de 22 meses pasados en la cárcel por su máxima dirigencia, la capacidad de reacción ante la adversidad de una vanguardia con fe en sus ideales pudiera transformar la derrota en victoria y asumir el poder solo cinco años después.

En efecto, transcurridos tres años del asalto al Moncada, el Movimiento Revolucionario 26 de Julio trajo en la expedición del Granma el 2 de diciembre de 1956 más de 100 fusiles ya calificables como armas de guerra, y quedó con menos de 20 al sufrir la derrota de Alegría de Pío el 5 de diciembre.

Cuarenta y tres días más tarde, el 17 de enero de 1957, el MR-26-7 comenzó un combate en la desembocadura del río La Plata con menos de 30 fusiles y lo terminó con diez más. Es con esta acción que aquella concepción militar revolucionaria en la que se sustentó el ataque al Moncada, empezaba a asumir su carácter de verdad a partir de la práctica; verdad que desde ese momento sería revalidada centenares de veces.

Sesenta y cinco meses después de haber perdido aquellas 160 modestas armas de su primer combate, el Movimiento –ya transformado en Movimiento Revolucionario 26 de Julio con su Ejército Rebelde– ganaba la guerra.

Sería el 1ro. de enero de 1959. Ese día culminaría la fase insurreccional de la Revolución con el derrocamiento de la tiranía y la toma del poder. Entonces, y solo entonces, la tesis del Movimiento sobre la vía y el método para la insurrección armada popular se insertaría en la historia de Cuba como irrebatible verdad por la que el pueblo transitaba hacia la libertad.

*Doctor en Ciencias Históricas e investigador de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado.

Fuente: Periódico Granma

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